Irene Montero y la droga hutu de la vacunación

Asegura Irene Montero que: “Sólo sí es sí. Sin consentimiento, es agresión. El consentimiento implica AUSENCIA DE COACCIONES Y AMENAZAS [sic]. Y poder cambiar de opinión (parar en cualquier momento, incluso si has empezado). Así debemos reconocerlo todos los poderes del Estado”.

Ante tamaña altura en la capacidad de reflexión jurídica, ahora no sé si aplicárselo a la declaración del IRPF y a la recaudación del IVA o si hacerlo con la pretendida vacunación obligatoria.

Creo que el Ministerio de Hacienda (verdadera representación del poder abusivo del Estado) debiera tomar buena nota de que ha de esperar a que yo le responda un sí rotundo antes de proceder a cobrarme o embargarme bienes, pues sólo con mi consentimiento expreso podrá asegurarse de que no hubo coacciones ni amenazas. Es más, ha de saber que puedo cambiar de opinión en mitad de los trámites, incluso si he empezado a rellenar los formularios y así han de reconocerlo todos los poderes del Estado.

Con la pretensión de vacunarnos obligatoriamente sucede igual: sólo sí es sí. Más aún teniendo en cuenta la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la Unesco del año 2005, según la cual, “cualquier intervención médica preventiva sólo debe realizarse con el consentimiento previo, libre e informado de la persona interesada sobre la base de información adecuada”, declaración firmada e incorporada al ordenamiento jurídico de 193 países (me parece que no hay ninguno más reconocido internacionalmente, salvo Palestina, el Sáhara Occidental y algún otro territorio en el alero).

He leído a algunos sostener que quienes no acepten vacunarse debieran ser “apartados de la sociedad”, sin que me haya quedado claro si la propuesta consistía en reabrir los manicomios o en habilitar campos de concentración para todos los que no se fían de una vacuna cuyo período de prueba ha sido reducido a mínimos insoportables hasta para la propia Ciencia.

Entre 1957 y 1963 se comercializó un medicamento, la talidomida, como sedante y calmante de náuseas, especialmente durante el embarazo, que resultó ser muy eficaz, una panacea para los fines que había sido concebido, porque además era muy útil contra la tos, los resfriados, el insomnio, etc., pero que causó más de 15.000 niños nacidos con deformaciones asombrosas en las extremidades.

Su efecto fue devastador, especialmente en Alemania y en casi medio centenar de países, entre ellos España. Sólo EE.UU. se negó entonces a validar el medicamento, que había sido probado en animales y con datos erróneos o falsificados. En fecha tan cercana como 2013, 56 años después, aquel laboratorio alemán, tras declararse insolvente, fue sentado en el banquillo.

No estará de más añadir que el más grave de los efectos no previstos en aquella ocasión era el referido a la focomelia, una suerte de amelia o mielitis congénita que afectaba de manera severa a la médula espinal de los pacientes y provocaba en los bebés en gestación una atroz malversación en brazos y piernas incluso si el receptor de la talidomida había sido el padre.

No es el único caso y, de hecho, la talidomida aún se fabrica, aunque su uso está restringido para afecciones muy concretas. Sucedió también con determinados antibióticos, como la estreptomicina y la neomicina, ambos aún en uso, pero de los que se conocieron mucho después sus efectos ototóxicos si se utilizaban de manera indiscriminada y en cantidad inadecuada, lo que generó en todo el mundo miles de personas sordas o con hipoacusia severa irreversible.

Los amorosos impacientes que pierden la calma porque desean abrazarse con los suyos y desean con urgencia prescindir del uso de las mascarillas (aunque no esté nada claro que podamos dejar de utilizarlas a pesar de la vacuna) debieran entender que en este caso no va de antivacunas terraplanistas, sino de una lógica prudencia acompasada con la razón científica.

En unos casos podrá ser gente bien informada y en otros sólo gente que actúa por intuición, pero no necesariamente aconsejados por sus emociones ni por la impaciencia caprichosa de vencer a la enfermedad.

Como suele ser habitual en estas situaciones, quienes se sienten en posesión de la verdad impondrían sus criterios con la intransigencia de los fanáticos y los sectarios y se prestarían a extender los cheques de exclusión e integración como jefes de una Gestapo sanitaria que defiende la “libertad individual de decidir” a la hora de la eutanasia (¡como si alguien aquejado de una enfermedad terrible y acosado por el dolor pudiera actuar con verdadera voluntad!) pero se niegan a contemplar la libertad para vacunarse en una situación aún preñada de incertidumbres.

Al menos se podrían molestar en escuchar a quienes llevan toda su vida lidiando con los límites de los cuidados paliativos y sabrían que casi todos los pacientes que recibieron esas atenciones cambiaron su opinión sobre su deseo de perder la vida. O, por el contrario, podrían charlar un rato con alguno de los afectados graves por la talidomida.

Hay una droga letal que están utilizando ahora, una combinación de intransigencia, miedo y caprichosería que abotarga la razón. Sus consecuencias suelen ser terribles. Los nazis y los hutus la probaron con un éxito absoluto.

He dicho.




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