El lenguaje inclusivo

Quienes por razones profesionales nos movemos en ambientes cercanos a los grupos de poder feministas saben de la importancia que estas atribuyen al control de lenguaje. Las feministas tienen una casi ilimitada confianza en la omnipotencia de la palabra, como si el designar a las cosas de una u otra manera contribuyera a hacer el mundo diferente. No vamos a ser nosotros los que neguemos la fundamentación de la realidad en un Logos trascendente, pero esta ideología parece atribuir al uso de la palabra una función casi mágica. En una sociedad que no cree en la verdad de las cosas, resulta más importante la “visibilización” de una idea que una descripción objetiva de la realidad, como si los espejismos ideológicos valieran más que los escuetos datos que componen el mundo que nos rodea.

Desde la más remota antigüedad, las cuestiones relativas a las formas de expresión han estado sometidas a regulaciones variadas. Y, por no meternos en vericuetos que nos llevarían demasiado lejos, parece ser que en los últimos tiempos habíamos alcanzado algunos consensos que podríamos sintetizar en tres puntos:

– Una sociedad democrática se establece sobre la base del reconocimiento de determinados derechos individuales, entre los cuales destaca poderosamente la libertad de expresión. Sin libertad de expresión, no hay debate de ideas y, en consecuencia, no puede haber verdadera democracia.

– La libertad de expresión no es ilimitada. En el debate público deben quedar excluidas las expresiones manifiestamente ofensivas, agresivas o denigrantes contra otras personas concretas. Sin embargo, parece haber consenso también en que solo las expresiones infamantes de extrema gravedad deben ser castigadas penalmente. Así, la mayor parte de la gente entiende que cuando el insigne alcalde de Cádiz, el Ilmo. Sr. Kichi, llama a los votantes de VOX (el 25% de los ciudadanos de su ciudad) “excrementos del PP”, no está cometiendo más que un exceso verbal. Dicho exceso solo sirve para descalificar a quien lo profiere, por su grosería y su sectarismo, pues realmente a nadie se le ocurre pedir sanción penal por sus escatológicas deposiciones, por más que las haya efectuado por vía oral.  

– El lenguaje está sometido a normas gramaticales que exigen un uso con propiedad. El carácter normativo de la lengua española se encomienda a un organismo técnico y prestigioso como es la Real Academia Española, en la que trabajan personas de alta capacitación lingüística y literaria y variada orientación política. Tan normativo menester ni siquiera es obligatorio, puesto que ni en inglés ni en italiano, por ejemplo, existe un organismo semejante, y, que sepamos, dichos idiomas conservan una envidiable salud. Pero a lo que vamos es que ni siquiera en tiempos de la oprobiosa, a nadie se le había ocurrido pedir castigo contra los que quebrantan las normas de la gramática dictadas por la RAE; en todo caso, lo que hay es una especie de sanción social más o menos difusa contra analfabetos, incultos y paletos que se pasan las normas básicas del castellano por el forro.

Ahora bien, el delirio de las feministas que quieren modificar el lenguaje supone un ataque directo contra estos consensos en los que se basa la convivencia democrática antes aludido. En primer lugar y muy destacadamente, porque suponen una descarada negación de la libertad de expresión, en la medida en que ya se oyen voces que reclaman mano dura contra los que se niegan a hablar conforme a los nuevos parámetros inclusivos. También en otro tiempo, cuando se justificaba la censura contra las opiniones disidentes respecto a la ortodoxia oficial, se invocaban razones objetivas de peso: la defensa de la verdad, de la honestidad pública, de los consensos básicos… Del mismo modo, el discrepante que se niega a hacer uso de esa orwelliana neo-lengua se convierte en un malvado que ofende a sabiendas al 50% de la población. El filósofo del lenguaje Manuel Almagro lo explica en un serio ensayo: “Hay multitud de estudios que apoyan empíricamente la idea de que usando el lenguaje podemos excluir, discriminar u oprimir a un grupo desfavorecido e influir en sus decisiones futuras”.  O sea, que ya lo sabe: cuando expresa su opinión hablando como usted lo estima conveniente (más o menos de la forma en que lo ha venido haciendo el ser humano desde que el mundo es mundo) se está convirtiendo en cómplice de agravios ancestrales por los que debería sentirse culpable. La más eficaz de las censuras es aquella que interioriza el propio usuario y lo convierte en un feroz inquisidor.

Hasta ahora, la RAE había supuesto un dique efectivo para la imposición de esta neo-ortodoxia inflexible, por sus críticas a tales propuestas. Pero ahora hay muestras ya de que la presión ideológica está alcanzando incluso dichas esferas. También en este aspecto es posible detectar cierta inquietud. Un argumento ex auctoritate es extremadamente peligroso, pues en ocasiones la referida autoridad puede cambiar de opinión de una manera arbitraria. Como ya se cuestionaba el poeta romano Juvenal Quis custodiet ipsos custodet?, o más en concreto respecto al asunto que nos ocupa, “¿qué pasaría si los encargados de velar por la pureza del lenguaje se dedicasen a fomentar su destrucción por razones ideológicas?” Afortunadamente, al común de los mortales le resulta jocoso todavía oír mensajes como los siguientes: “Si algún profesor o profesora sorprende a algún alumno o alumna fumando, este o esta será castigado o castigada”. El día en que la alta Academia imponga como obligatorias tales estupideces, tal vez muchos verán en su aparente ridiculez una razón de peso que avala una paradójica y profundísima sabiduría. Desde luego, no hay que tomarse el asunto a broma: si un grupo de poder es capaz de controlar, gracias a la escuela y al BOE, tanto las formas como el contenido del lenguaje, podría alcanzar cotas de poder que ni siquiera eran planteables en el Antiguo Régimen. Por más grotescas que nos parezcan sus formas.




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