Me quedo de piedra. Como la piedra de la lápida fechada en el año 1811 que me muestra mi amigo Moisés, historiador de vocación.
Pensaba que conocía mi ciudad, pero ahora me toca reconocer con humildad que sólo sé que no sé nada, como aquel que dijo. Y es que no tenía ni idea sobre este suceso, impresionante y verídico, que tuvo como protagonistas a dos héroes de Sevilla. Cero sobre cero. Nada. Pegaera total, como diría un estudiante.
Jamás pensé que una piedra pudiera conmoverme tanto. No es para menos …
… Luis, Bernardo y José eran amigos desde niños. Los tres fueron educados en el buen hacer del honor a la palabra dada y en la entrega incondicional a sus vecinos.
El primero, Luis Daoiz, se inclina por la vida militar. En la guerra contra Francia es capturado por el enemigo en 1794. Los franceses perciben que es listo como el hambre e intentan pescarlo con el señuelo de triplicarle su paga como capitán de artillería si cambia su casaca española por la de oficial francés. ¡Que ilusos son estos gabachos! Están tratando con un sevillano de la vieja escuela y su respuesta es diáfana: No.
Tras ser liberado por un intercambio de prisioneros se instala en Madrid, donde muere heroicamente el 2 de mayo de 1808, luchando contra los invasores franceses.
Cuando recibe la noticia su novia, una piadosa muchacha de Utrera que preparaba su boda con él para ese mismo año, decide servir a Dios, ingresando como novicia en un convento.
Y sus amigos de siempre, Bernardo Palacios Malaver y José González Cuadrado, organizan en nuestra ciudad el llamado “Secreto Congreso Hispalense” en la calle Quebrantahuesos (hoy Orfila), con misiones de sabotaje a la intendencia gala y de suministro de valiosísima información a la guerrilla sobre los movimientos de las tropas napoleónicas.
Ambos aman a su ciudad y no se creen de la Misa la media de aquellos entorchados gerifaltes franchutes, que tanto alardean de modernidad y gaitas pero que – además de haberles arrebatado a su amigo Daoiz – entran en Sevilla como una recua de mulas en una cacharrería, deslabazando tradiciones al antojo del Petit Bonaparte, con los soldados del Mariscal Soult, amante del arte y del arte ajeno, trincando a punta de bayoneta objetos artísticos de iglesia y templos, y expoliando cuadros de Murillo como su inigualable Inmaculada.
Mientras que Bernardo va reclutando, en absoluto secreto, a arriscados conspiradores patriotas, con influencia y con padrinos para la causa, José sale de Sevilla en borrico, disfrazado de tratante de ganado, o de mendigo o de fraile, para contactar con los partisanos de la sierra y coordinar golpes de arte.
Pero “El pantalones”, conocido pendenciero y delincuente común, bajo la condición de ser puesto en libertad, de una botella de vino y un fajo de billetes, da el soplo al contraespionaje francés: Bernardo y José participan en una trama oculta contra todo lo que huela a Francia.
Los detienen en Castilleja de la Cuesta el 28 de diciembre de 1810 y los dos van a dar con sus huesos a una mazmorra de la cárcel real.
Intentan hacerles confesar quienes son los demás sevillanos que forman parte del “Secreto Congreso Hispalense”, pero guardan un silencio sepulcral. Espías y policías les garantizan la vida a cambio de que les faciliten los nombres de los demás asociados. Nada.
Aprendieron desde su infancia por relatos de sus abuelos, que estos últimos escucharon de los suyos, que el valor de un ser humano se mide por su palabra y que esta va al cielo cuando se ha cerrado un trato con un apretón de manos o cuando se ha jurado sobre la Biblia, como han hecho los nobles miembros de la patriótica asociación, para no soltar una sola pista. Nunca. A nadie. Así que no pierdan el tiempo, gendarmes de la dulce Francia. No va a piar ni el loro.
Todos aprecian el buen hacer de estos vecinos. Bernardo es batidor de oro …
– Don Bernardo, vengo a pagarle el collar de oro que hizo para el bautizo de mi nieta.
– No hay prisa. Cuando termine la celebración pasa usted por aquí y saldamos la cuenta. Siempre que le quede bien a su niña.
… y José es escribano …
– Soy Hermano de la Santa Caridad, Don José. Dígame cuánto nos llevará por redactar la escritura de un padre que ha reconocido a un hijo suyo que tenemos en la institución de niños expósitos de la calle Cuna.
– No cobro nada por eso. Es para mi un honor poder servir a su hermandad.
Las autoridades se dan prisa. Saben que el pueblo apoya a los dos hombres y quieren liquidar el asunto cuanto antes.
Las malas lenguas dicen (y las buenas también) que el cura del Sagrario es simpatizante de la secreta asociación y que, de hecho, él fue quien ideó la gran evasión de los cuadros de Zurbarán a Cádiz, antes de que el infausto Mariscal Soult los cogiera prestados de la Capillita de San José.
Pero no hay pruebas y, al parecer, nadie ha visto nada. De modo que acompaña al batidor y al escribano en la noche de insomnio previa al fatídico día.
“El amor conduce a la muerte y esta a la resurrección y a la vida”, les dice a los dos, que le escuchan con el alma.
Su amor por Sevilla les lleva a morir por ella. Pero en breve se encontrarán Allá Arriba con su amigo Daoiz y pasearán felices junto a una Giralda engalanada y bellísima, en una Sevilla libre.
A ultimísima hora, camino ya del patíbulo en la Plaza de San Francisco, un emisario de Soult les presenta una orden de indulto firmada por este. Para hacerla efectiva solo tienen que decirle la identidad de alguno de los otros confabulados. Sólo de alguno.
En un arrebato de dignidad y sevillanía, Bernardo estalla … “Prefiero la muerte a seguir viviendo bajo el yugo de la canalla francesa”, mientras que José va absorto en sus oraciones …
– “Señor del Gran Poder y de la eternidad. Siempre acepté cualquier pago por mi trabajo, aunque alguna vez advirtiera que me entregaban dinero falso. Yo soy sólo una falsa moneda. Demuestra ahora tu misericordia y ten compasión de este pobre pecador”.
9 de enero de 1811. Los hermanos de la Caridad recogen los dos cuerpos y los entierran en la fosa común del Patio de los Naranjos, reservada a los ajusticiados.
¿Bernardo y José ajusticiados? Malamente puede usarse esta palabra. Más bien cabría decir “eliminados” o “ejecutados”. Por su amor a Sevilla.
De piedra. Me quedo de piedra leyendo el antiquísimo grabado de la lápida …
“En honor de Dios y memoria indeleble del heroísmo con que los invictos sevillanos Bernardo Palacios Malaver y José González Cuadrado coronaron su servicio a la patria bajo la tiranía de Napoleón, prefiriendo el cadalso a la manifestación de sus compañeros el 9 de enero de 1811′.
Ese día fue nuestro 2 de mayo. Es cierto que no tuvimos la carga de los mamelucos, sino el chivatazo de un impresentable. Tampoco hubo fusilamientos en el Parque de María Luisa, como sucedió en el retiro de Madrid. Pero dos de nuestros vecinos afrontaron con entereza la muerte mediante garrote vil, como si fueran dos vulgares malhechores, para que los demás viviéramos.
Y me parece ciertamente penoso que este 9 de enero, efemérides del acceso al paraíso de Bernardo y José, vuelva a pasar de largo, sin pena ni gloria y sin un triste recordatorio por parte del equipo de gobierno municipal.
Me asegura mi colega Moisés que la inmensa mayoría de los sevillanos desconocen esta historia. Nuestro particular y glorioso 2 de mayo.
En un cuestionario que él hizo entre un millar de vecinos, preguntando sencillamente que le sugerían los nombres “Bernardo Palacios Malaver” y “José González Cuadrado”, valga como muestra un botón, correspondiente a la respuesta de un sesudo intelectual cuyo nombre omito: “En la primera calle hay una buena zapatería y en la segunda vive mi cuñado”. Es decir, flores de las marismas. Ni la más remota idea.
Mientras que un león del Congreso lleva por nombre “Daoiz”, y mientras que este militar tiene su estatua erigida en una plaza céntrica sevillana donde se le rinden honores cada 2 de mayo (todo lo cual es magnífico), el olvido parece haberse apoderado de la memoria de Bernardo y José, siendo significativo que la lápida a la que me refiero permanezca tras una mampara de nuestra Catedral, junto a materiales de albañilería y desechos.
Por ello, apoyo plenamente las iniciativas de mi amigo Moisés: que esta lápida se coloque en un lugar visible de la Catedral, con una breve explicación, en los principales idiomas, de la historia que alberga; que tal historia se exponga también junto a los rótulos de las dos calles de la ciudad con el nombre de nuestros héroes; y que, al menos, en la página web del Ayuntamiento se haga una breve reseña de estos dos vecinos, cuyo ejemplo tanto ha contribuido a forjar el carácter, la identidad y el señorío de nuestra gran Sevilla.
Porque vayan ustedes a saber, mirando a su alrededor, cuántos de los vecinos a los que hoy saludan descienden de los demás juramentados a los que nuestros héroes se negaron a delatar. Que la muerte engendra vida, parafraseando al cura del Sagrario la noche en la que los condenados se hallaban en capilla.
Y hasta podría ser que, a usted que me lee, se le ocurra tirar del hilo de su árbol genealógico y se sorprenda cuando halle entre sus ancestros de 1811 a algún noble juramentado en la dignísima entidad secreta. Algún noble que pudo contarlo (como también puede hablar de esto usted mismo)
gracias a dos vecinos de palabra que antepusieron el honor a su propia vida. Bernardo Palacios Malaver y José González Cuadrado.
Email de Pepe Rodríguez Hervella: perrogrifon1965@gmail.com
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