Cap. III: Un “rompecabezas” humano. “Ruanda, Cien Días de Fuego” de José María Arenzana

Con este capítulo de “Ruanda, Cien Días de Fuego” (Edit. Última Línea), del periodista sevillano José María Arenzana, SevillaInfo inicia este verano la publicación semanal de un fragmento de un libro de reciente o próxima aparición de autores actuales, mayormente autores andaluces, que nos han cedido para su difusión entre nuestros lectores.
El fragmento de hoy pertenece a un libro que acaba de salir a la venta dentro de una colección auspiciada por el Centro de Investigaciones sobre Totalitarismos y Movimientos Autoritarios (CITMA), dedicada a los genocidios del último siglo, coincidiendo en este caso con el 26 aniversario de aquellos trágicos sucesos que su autor vivió y relata en primera persona.
Se trata de una propuesta cultural para el disfrute de todos que pondrá al alcance de los lectores de SevillaInfo parte de la mejor oferta de la producción editorial más reciente, facilitando así el acercamiento a obras de gran calidad o de interés general. Confiamos en que les resulte útil y sean de su agrado. Disfruten.

 

 

Cap. III: Un “rompecabezas” humano

En aquel momento, más de 300.000 personas entre hutus, tutsis y mixturados habían huido ya por esta esquina del sureste del país para instalarse donde Dios les dio a entender: en ninguna parte, pero ya en Tanzania, tratando de evitar la oleada de asesinatos de la población civil.
Sólo en un día habían llegado hasta ese lugar más de 200.000, alentados por los falsos rumores y por las mentiras de la radio hutu, que achacaba la autoría de los crímenes horripilantes y sistematizados a los enemigos tutsis. No era sólo cinismo, sino una campaña orquestada para arrastrar consigo a las víctimas hacia un nuevo escenario.
Las normas internacionales exigen que un campo de refugiados no se instale nunca a menos de 50 kilómetros de la frontera del país en conflicto, con la única intención de evitar, o dificultar al menos, razzias y hostigamientos ocasionales de las fuerzas agresoras. Pero aquel campamento de Benako, sin embargo, se improvisó donde la gente quiso. No está muy claro si frenaron su huida en aquel sitio por puro cansancio o si fueron los cabecillas hutus que huían con ellos los que decidieron instalarse allí.
Estaban ya en territorio tanzano, es cierto, pero apenas a 14 kilómetros del punto fronterizo de las Rusumu Falls, una cascada de notable tamaño sobrevolada por un pontón entonces ruinoso que 150 kilómetros hacia el interior conducía a Kigali.
Creo que el fotógrafo Luis Davilla y yo fuimos los primeros periodistas en llegar hasta este lugar. Lo hicimos en una avioneta de carga de ayuda humanitaria. Nos acompañaba otro reportero español, Bru Rovira, del periódico La Vanguardia, pero dos días después abandonó la zona, tomó la siguiente avioneta de suministros y regresó a Nairobi.
Los grandes medios no habían tenido tiempo aún de reaccionar ante aquella avalancha, lo cual nos permitió vender buena parte de nuestro material con cierta ventaja. Algunos fotógrafos ocasionales habían pasado por allí y, al volver a casa un mes después, comprobé que algunas de mis crónicas habían sido ilustradas con fotografías hasta del célebre brasileño Sebastiao Salgado. Todo un lujo y un honor.
Mientras estuvimos en Benako —por aquellos días el mayor campo de refugiados del mundo—, una noche se acercó un misionero de una sociedad caritativa irlandesa que buscaba voluntarios entre los expatriados presentes en la cercana aldea de Ngara.
Su propuesta consistía en acompañarle al día siguiente para recoger de las márgenes del cercano río Kagera los miles de trozos de cadáveres que se arracimaban tras caer por la catarata de Rusumu Falls.
El Kagera es en ese punto un río caudaloso y achocolatado, típicamente africano, y su intención era proceder más o menos minuciosamente a meter todos aquellos restos humanos en bolsas de plástico para darles cristiana, o lo que sea, sepultura (más del 80 % de la población ruandesa era y es cristiana, de amplia mayoría católica).
Lo cierto es que me apunté. No recuerdo el motivo, pero en ese momento quise ir voluntario con un grupo, levantarnos a las 4 de la madrugada y acercarnos hasta aquel lugar para ‘desescombrar’ (disculpe el lector la expresión) las insidiosas márgenes de un maldito río que se despeñaba con estruendo, preñado de cabezas, troncos y extremidades descuartizadas y arrastradas a lo largo de su fabuloso caudal desde el interior de Ruanda.
Ese mismo día habíamos podido contemplar la escena de las orillas del gran río convertidas en un asombroso y despiadado ‘rompecabezas’ (perdón por el maldito nombre que aquí damos a los puzzles). El lugar no merecía muchas fotos, porque de cualquier modo tan siniestro material no habría podido aspirar a ocupar muchas portadas por su extraordinaria crudeza.
Aún no había amanecido del todo y, en el último momento, antes de partir hacia las cataratas, tuve la indudable sensación de escalofrío que me hizo renunciar a la tarea. Durante esa corta noche viajé con la memoria repetidas veces hasta las orillas que habíamos contemplado horas antes desde el esquelético y rudimentario puente de las Rusumu Falls que unía a ambos países.
Creo que me hablé a mí mismo, y ‘el otro yo’ me propinó una excusa, tan banal e imperfecta como necesaria, para evitarme la inaccesible angustia:

—“Mira, tío —me dijo el otro—, tú has venido aquí para contarlo, ése y no otro es tu oficio. De nada vale que te martirices ni te sometas a una prueba que no sabes si estás preparado para superarla. Ellos, ese misionero, han negociado lo suyo con Dios directamente. Están aquí porque quizás han llegado a un acuerdo que les resulta ventajoso a ambas partes. No es tu caso. No te enfangues más allá de lo que tu oficio te exige. Observa, abre los ojos, sobrevive como puedas y haz correr la voz de lo que veas. Cuéntalo muchacho, hasta donde la hipocresía occidental quiera escucharte. Y si la gente no quiere escuchar, es que la tarea queda lejos de tu alcance. Nada más puedes hacer por ellos, te lo advierto. Aparta tu conciencia de individuo. Si fueras un simple ciudadano no habrías elegido este lugar y en estas circunstancias para tus vacaciones. Eres un simple reportero, ¿recuerdas? Sólo estás aquí por eso. Aprieta a fondo tu conciencia, pero sólo la de periodista; no te mortifiques con una pesadilla moral añadida ni te asedies a preguntas sin respuesta como las que se plantea desde sus casas esa muchedumbre estulta, cínica y moralista… ¿Me oyes? ¡Abandona!”.

Y eso fue lo que hice. Me dirigí al arrojado misionero y le trasladé en mi torpe inglés alguna explicación que concluía en la decisión que ya había tomado: no iré.
El misionero no puso objeción y aun así me dio las gracias. No le olvidaré jamás, aunque ni siquiera soy capaz de ponerle cara, pues su blanco rostro de genuino Irish se me confunde en el recuerdo con el lácteo cadaverismo de aquellos como zombis descuartizados, que se amontonaban por cientos en los bordes del Kagera después de una confusa navegación de varios días o unas horas bajo las aguas marrones del río y de verlos caer por la catarata como tropezones de una sopera volcada sobre una bañera.
Nuestra intención, de todos modos, no era la de permanecer mucho tiempo en Ngara ni en Benako contemplando a los refugiados que llegaban a diario. La primera crónica que logré enviar sobre aquel fin del mundo hablaba del enterrador y del cementerio que ya se había improvisado en la ciudadela efímera y fantasmagórica. Se titulaba “Una sucia libreta de registro de muertos” y comenzaba así: “El primer nombre que figura en la lista es el de Moukandisaba. Era una niña de 8 años y murió el mismo día de su llegada al campo de refugiados de Benako […]. Seguramente la acompañaba toda su familia, pero eso ya no lo especifica el libro de registro de defunciones del mayor campo de refugiados del mundo”. Y esta última frase fue el titular de la siguiente crónica que me publicaría el periódico El País: “El mayor campo de refugiados del mundo”.

[Las fechas de publicación de aquellas crónicas no se corresponden con exactitud con nuestros días en Benako-Ngara, pues sólo logramos enviarlas desde otro lugar, varios días después de nuestra permanencia en aquel infierno.]

Una catástrofe se enlazaba cada día con la siguiente, un horror tras otro, un drama continuado, por lo general sin nombres ni apellidos, seres anónimos e intercambiables que irían tomando forma para desvelarse al mundo no como la masa informe que sugería y sugiere la palabra genocidio, sino como la narración detallada de una tragedia colectiva de víctimas y culpables que había que presentar al mundo con la mayor exactitud para que no pasara a la Historia como la consecuencia de un accidente fortuito o la explosión de un volcán.
Pero para ello, para entender la verdadera gravedad de lo que estaba sucediendo en el interior de Ruanda y la estratosférica crueldad de los asesinos que se prolongaba en los campos de refugiados, se hace necesario profundizar en los antecedentes…

“Ruanda, Cien Días de Fuego”
Autor: José María Arenzana
Edit. Última Línea
122 pags.
PVP: 9,95 €
Disponible en: comercios del ramo, amazon.com, agapea.com y www.ultimalinea.es




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