No creo que, a estas alturas, aún quede duda alguna de que lo acaecido el 10 de octubre en la Generalidad fue una rotunda declaración de independencia por parte de su presidente; afirmar lo contrario sólo sería producto de un desconocimiento imperdonable o, lo que es peor, de una parcialidad interesada que sólo perjudica a la unidad de España.
El filósofo griego Parménides de Elea, buscando la vía de la verdad, escribió: “lo que es, es, y lo que no es, no es”. Teniendo en cuenta muy ampliamente su máxima, está claro que ha habido una indudable proclamación independentista; ya que después de declarar la supuesta “republica de Cataluña”, Puigdemont manifestó que se había determinado “suspender los efectos” -ojo sólo los efectos- de la misma. Evidentemente no se puede suspender algo que no existe. Poco después la secesión se hizo evidente cuando firmaron la creación de la república catalana.
Desde ayer hemos visto y oído en todos los medios decenas de declaraciones de políticos, juristas y periodistas; se preguntaban si fue o no una declaración clara, analizaban si tenían o no efectos jurídicos, discutían la conveniencia de una mediación internacional y consideraban la eficacia de un diálogo.
Que fue una declaración de independencia en toda regla, que supone un delito claro de secesión, no tenemos la menor duda; además, las tres asociaciones de fiscales han manifestado que se ha consumado un golpe al Estado de Derecho.
Que no tiene efectos jurídicos por ser ilegal, también está claro; aunque sí tiene consecuencias de índole penal que deberían exigirse ya. Sin embargo, a los independentistas les importan bien poco, o nada, las leyes españolas y los efectos que emanan de las mismas. Fueron ilegales la llamada ley de desconexión, entre otras actuaciones, así como las dos fraudulentas consultas que titularon “referéndum”, donde se permitió el voto universal, no observándose el más mínimo rigor jurídico que deber existir en una consulta legal. Hemos visto votar a niños, votos de las mismas personas tres y cuatro veces, urnas opacas que llegaban llenas de votos y recuentos fraudulentos.
Pero si los independentistas no han acatado reiteradas sentencias de los más altos tribunales de la nación, entre ellas la que obligaba a la enseñanza en español, además del catalán, o la colocación de la bandera de España en los ayuntamientos, no les va a parar ninguna ley, procedimiento, ni sentencias emanadas de los tres poderes españoles.
En cuanto a la pretendida mediación extranjera, supondría una injerencia inadmisible en los asuntos internos españoles. El gobierno debería llamar a consulta a los embajadores de los países que formaron esa especie de “comisión europea” -también ilegal al no cumplir los requisitos que se exige para ello- que estuvo presente el pasado 1 de octubre, y oponerse a cualquier arbitraje de fuera de nuestras fronteras en un asunto tan grave como es la ruptura de la unidad de España. Puede que exista algún político extranjero desorientado que apoye dicha mediación, pero la mayoría de los dirigentes europeos no, pues son muchas las naciones de nuestro entorno que tienen serios problemas con movimientos separatistas, y la independencia de Cataluña supondría abrir la caja de los truenos, que llevaría a un peligroso incremento de los nacionalismos periféricos excluyentes, que, no ha mucho en el tiempo, provocaron guerras con cientos de millones de víctimas.
En cuanto a la corriente del diálogo es inviable, ya que no se puede negociar la unidad de España, menos con delincuentes que deberían estar en las cárceles por el delito de sedición, entre otros de suma gravedad. No son interlocutores válidos quienes han actuado fuera de la ley desestabilizando a la sociedad española, quienes han movilizado a las masas para enfrentarse a los cuerpos de seguridad del estado.
Para nada ha servido la postura clara e inequívoca del mensaje de S.M. el Rey, ni los millones de españoles que se han echado a la calle en defensa de la unidad de España o han colocados la bandera de nuestra patria en los balcones, ni tampoco las amenazas de las graves consecuencias penales que conlleva esa declaración independentista.
Afortunadamente, el pueblo español, al margen de sus políticos, ha sido el primero en reaccionar y manifestarse para defender su unidad, sin tener en cuenta sus ideologías, derecha, izquierda, centro o apolíticos.
También ha habido un importante número de destacados dirigentes de diferentes épocas, de los dos partidos mayoritarios que han gobernado España desde la transición, que se han unido en la defensa de la unidad. Lástima que no lo hubieran hecho mucho antes; pero, en épocas pasadas buscaron el apoyo de los nacionalistas para poder alcanzar el poder y concedieron, a cambio, toda clase de privilegios políticos y económicos a Cataluña, lo que la convirtió en la región con mayor autonomía del mundo. Y ello lo aprovecharon para adoctrinar a ciento de miles de catalanes desde niños, que piensan sinceramente que son una “nación” ocupada por España, que España “les roba” y, por ello, han perseguido todo lo que significaba la presencia española en Cataluña, a quienes se sentían españoles y se les prohibían estudiar y rotular los negocios en su propio idioma.
Ante este estado de cosas es imprescindible aplicar el artículo 155. Se habla de modificar la Constitución para adecuarla a la sociedad de hoy; sería muy interesante conocer cuántos españoles apoyarían un cambio en el sentido de retirar importantes competencias a las autonomías, como la educación, la sanidad o la recaudatoria.
Veremos si el gobierno y la oposición constitucionalista están a la altura de las graves circunstancias por la que pasa España, reaccionando sin demora y contundentemente.