A veces la muerte de un amigo se comporta como un caballo desbocado que nos arrastra durante un tiempo enganchados a su estribo. Ese tiempo es el que transcurre entre la noticia y la asimilación de la pérdida definitiva. Entonces la tristeza cala el alma y nos encoge la existencia ante lo inevitable de la nueva soledad.
He dejado pasar unos días para poder ordenar algunas ideas sobre Luis Rull. Sobre Luis y sobre mí. Recuerdo cuando nos presentó Ricardo Acosta, otro que se fue sin despedirse para así quedar siempre en nuestras vidas.
Poco a poco fui venciendo la distancia respetuosa que me imponía su altura intelectual. Ese fue el primer agradecimiento de los muchos que dejó en el debe de mi amistad con el profesor; una cercanía impensable entre dos cabezas tan descompensadas. Porque Luis era de esos tipos que saben prescindir de la soberbia, el orgullo o la arrogancia para acceder al otro y compartir con él su tiempo y sus palabras.
Luis siempre que me veía me traía preguntas, como ese amigo que tiene un huerto y te regala sus mejores productos. Y es que nuestro profesor vivía entre dudas existenciales y culturales y ésa y no otra era la base sobre la que hacía crecer su oceánica sabiduría. Un continuo aprendizaje en el que lo único donde no titubeaba era en el amor inconmensurable con el que adoraba de una forma casi mística a María. Una mujer de la que presumía -excepción única en su férrea humildad personal- convencido como estaba de que la vida le había dado en ella un premio casi inmerecido de tanto como la admiraba.
Uno aportó en esta amistad lo mismo que la hormiga que aparta una brizna de hierba al paso de un elefante, pero Luis con su talante sencillo siempre te hacia creer que eso era importante y suficiente.
De su recuerdo me lo quedo todo: su gesto socarrón, pero nunca cínico, su permanente sonrisa ‘auto-reparadora’ de algunas ingratitudes y decepciones y esa curiosa inquietud por cualquier asunto que le hacía contagiosamente joven e interesante. No sé a los demás, pero a mí me hizo mejor persona sin pretenderlo ya que su bonhomía supo hacerla siempre ejemplar y nunca proselitista o presuntuosa.
“Patricia, dime que no es verdad”, le escribí a su hija aquella temprana mañana; “Ojalá fuera una pesadilla”, me contestó ella. Después de la pesadilla me quedo con la franca sonrisa del profesor y su andar siempre apresurado y curioso. Te recordaré ante un buen libro, delante de un aceite redondo o una buena tapa de menudo.
Me quedo contigo siempre, Luis. Gracias.