Existen muchas formas de contemplar la realidad, pero el ciudadano occidental, cada día más, se limita a mirarlo todo como le dicta su prejuicio dogmático, al buen tuntún. Casi nadie reflexiona ni asume nada de lo que apunten otros, sea un sabio o un percebe y a menudo ni siquiera se detienen a mirar lo que los datos, sus ojos o la propia percepción de sus sentidos les informa.
Sucede así porque por lo general la gente asume ideas preconcebidas y genéricas que les impiden de antemano adoptar la posición del que desea aprender. Y no para reconocerle superioridad ni pleitesía alguna al que le enseña o al que le pretende mostrar un ángulo distinto sobre un asunto, sino para poder replantearse cuestiones más complejas que quizá le conducirían por su propio pie a un nivel superior de comprensión de la realidad. Es decir, se convertirían en más sabios, pero es bien conocido que ser sabio no representa ya valor alguno y la Ley Celáa pretende institucionalizarlo.
En nuestros días, parece que la inmensa mayoría de la gente ha sustituido el pensamiento por el ‘sentimiento’. La masa no piensa, siente. Y en el terreno de los sentimientos casi todos creen no necesitar a nadie porque sus sentimientos les parecen absolutos a quienes los poseen y creen que ostentan el mismo derecho a existir que los de cualquier otro.
De repente, un loco anónimo se siente con el mismo derecho a amar (y a ser amado) por una actriz de éxito a la que no conoce de nada. Siente que ella le pertenece y que ese es su derecho, tanto o más que el del marido, el novio o el amante que en la vida real haya elegido esa actriz, lo que le autoriza a emprender el acoso del objeto amado. ¿Es inferior, o acaso no es su sentimiento tan bueno, enjundioso o respetable como el del novio, marido o amante elegido por la actriz? Pasa igual con las mujeres.
Sentir es algo que se hace sin esfuerzo. Pensar, estudiar, reflexionar, analizar, encontrar argumentos, confrontar, refutar o explicar requieren un gasto considerable que pocos desean asumir, ni individual ni colectivamente.
Mejor limitarse a sentir y, para reforzar las certezas, unirse de inmediato a quienes dicen ‘sentir’ lo mismo o parecido que ellos, formando de este modo, desde la posición íntima y aislada del ‘sentimiento’, un nuevo magma gregario y borreguil que les aleja de la sensación solitaria de la que el ser humano abomina cada día un poco más. En compañía de otros, ahora sí, el ‘sentidor’ empedernido procederá a liarse a garrotazos contra quien discrepe o pretenda discutirle, incluso con los hechos, sus ágrafas creencias sentimentales.
Ni siquiera hablo de convencer a nadie con los argumentos, sino apenas de compartir, de tener ocasión de ser leído o escuchado por otros con la mente suficientemente abierta y despojada de prejuicios como para hacerse entender.
Lo que hagan con los datos aportados y con todo ese material sería cosa de cada cual después de analizarlo, desbrozarlo y, si es posible, despojarlo de errores o de mentiras para rebatirlo. Pues nada, ni está ni se le espera ese espíritu de entendimiento. Ni el menor afán de escuchar, ningún interés en comprender.
Sentir, ya digo, siente todo el mundo mucho. En el extremo de esa cuerda hay quienes sienten tanto, tanto, tanto, que incluso dejan de pensar. Y eso es lo que conocemos como un fanático.
Los radicales musulmanes que atienden la llamada de la yihad o los terroristas de la ETA, por ejemplo, pertenecen a esta saga de anómalos del ‘sentir’ eufórico y descabellado cuyo último argumento en el rincón de la palabrería moribunda de los sonados acaba enunciando algo parecido a: “Es que yo me siento muy vasco”. O “muy musulmán”. El sentimiento lo posee todo. El pensar, strictu senso, no ocupa lugar. O mejor, no les cabe en ningún sitio, para que se entienda…
Alguien podría creer que esta actitud dislocada y extremosa sólo se produce en radicales dogmáticos de la fe o en casos de exaltación desbocada de algún imaginario patriótico. Y qué duda cabe que es en esos límites del precipicio donde aparecen los especímenes más virulentos y enconados de dicha taxonomía, pero a mucha gente se le escapa que esta forma de actuar no es sólo territorio reservado a esas categorías y, por el contrario, se extiende a los asuntos más livianos, menores y hasta rutinarios de la vida.
Ocurre, por ejemplo, con la inmigración irregular creciente y las sucesivas avalanchas de inmigrantes en las fronteras, un fenómeno que nace de un modo en apariencia aleatorio en países muy diversos del África subsahariana, se reagrupa en rutas y circunstancias comunes para la aventura y termina en esa rebullanga siempre a punto de explotar que contemplamos.
El engañoso imaginario occidental, siempre prejuiciado en muy diverso grado, se ve retorcido aún más por un buenismo progre que trata de culpar a una parte de la propia sociedad para liberarse y dejarse a sí mismo fuera de responsabilidades.
Y los cowboys africanos que conducen a ese ‘ganado’ hasta las fronteras están entusiasmados por la complicidad que les muestra un país lleno de
gente dispuesta a señalar como culpables a quienes luchan contra la trata de carne humana y logra que muchos prefieran denunciar la presunta culpabilidad del grupo al que pertenecen, pues resulta la mejor manera de sentirse superior al resto. Se limitan a llamar al resto xenófobos y racistas, como acaba de hacer recientemente Carmen Calvo refiriéndose a los andaluces, sólo porque el Gobierno autonómico pregunta a Marlaska en qué circunstancias han trasladado a la península sin avisar a cientos de marroquíes sin papeles.
Se trata, pues, de una especie de traición al grupo de pertenencia que al progre le libera de la culpa: nuestra sociedad es la culpable y no demuestra piedad ni humanidad de ninguna clase, pero con mi denuncia me libero de esa carga de conciencia y me sitúo fuera de dicha ‘melée’.
Se dicen a sí mismos que no son la víctima damnificada ni pertenecen a ese grupo de los débiles o los desheredados, pero al considerar al resto de su sociedad responsables directos de ese drama, esto les sitúa por encima del grupo de los canallas y abusadores propios y nadie podrá exigirle responsabilidad. Por arte de magia, de este modo, los culpables siempre son ‘los otros’… aunque sean ‘los nuestros’.
Recuérdese que en esa masa de la opinión pública la mayoría no piensa, sólo siente, y es así como logra pasearse un monstruo imaginario, inventado y falso, al que nadie ha visto y del que nadie sabe casi nada, pero de cuya existencia nadie se atreve a dudar no sea que te llamen facha, racista o algo aún peor.
(Continuará)
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