El poeta lírico de la Semana Santa al que le maullaba una Fender en la cabeza

Casi todos los andaluces conocían al artista que encabezaba al grupo de sevillanas los Cantores de Híspalis, un tipo con jechuras de jugador de baloncesto, siempre alegre y sonriente que repartía abrazos y buen rollo como si acabara de meter 40 puntos y de capturar 20 rebotes en una épica final, lo mismo en una pedanía de un pueblo almeriense que en las capitales más alejadas de su eje emocional de La Calzada.

Se ganó la fama a pulso en toda España en plena época de “la movida madrileña” y puso la dinamita necesaria para que las sevillanas hicieran “boom” y que cada año se editaran más de cien discos por ese palo. Pero a la vez se ganó la simpatía y el reconocimiento de la calle en las ocho provincias andaluzas, con sus proyectos y sus fantasías, a menudo iconoclastas, pretenciosas, inabarcables y casi delirantes, que concebía para unificar en un sólo mensaje la poesía, la pintura, la música, la luz, la Historia, la saeta, el rock y en definitiva todo aquello que sabía que alimenta el alma de sus paisanos y de la tierra que le vio nacer.

Era un publicista excepcional, sin miedo a nada, y ni siquiera le temió a descomponer el cante por sevillanas para llevarlas a un lugar musical desconocido en el que sonaban filarmónicas mezcladas con guitarras eléctricas sacadas de su fondo de hippy/flower/power de la Sevilla de los Smash y el Nicolino.

Porque procedía de allí mismo, de aquellos años en los que convivían las riás y las tabernas de cante, mosto y serrín con los soportales de los nuevos barrios donde se aspiraba el humo de las flores violetas de Ketama y las primeras Fender maullaban como gatos malheridos en los pickup y los casettes traídos de Ceuta o de Canarias.

Venía del eclecticismo de la Calzá, ni Triana ni la Macarena, de aquellas calles inundables cuando se desbordaba el Tagarete y sentía el respeto justo y necesario por lo establecido en cualquier ámbito para deshacer el cubo de Rubik de una ciudad a la que no le entusiasma que le manoseen o le descompongan las tradiciones.

Pero Pascual era mucho Pascual y se conocía las teclas para no alarmar sino lo justo a nadie (aunque el susto se lo pegaba a los más rancios: quizá por eso nunca logró su sueño de dar el pregón de la Semana Santa) y ganar por goleada los partidos en la calle, con el entusiasmo de un público que adoptaba sus locuras como parte de una evolución natural y eterna de las emociones y las cosas propias.

A cada ocurrencia suya le ponía tanta carne y tal entusiasmo que casi siempre sacaba a flote sus proyectos y unificaba las pasiones en los Ateneos de provincia y en los altavoces atronadores de los cacharritos de cualquier feria.

Pascual no desechaba nada de lo que se encontraba entre sus paisanos (“Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, yo los claustros escalé…”, como el Don Juan Tenorio de Zorrilla) y todo le servía para cocinarlo y elevarlo luego al tornillo sin fin del éxito y de la lírica de trazo corto que latía entre los suyos.

Se recorrió media Europa como tuno y como tunante, tocando cualquier palo, y pudo haberse enrolado en Los Calchakis, en Quilapayún o en Inti-Illimani, disfrazado de indiecito con poncho y un tambor, con su bigotón de gato y su coleta de rockero asimilada a la de un piel roja que acabara de salir de un tipi y montarse en su caballo.

Tras su azarosa peripecia escandinava y suiza rodeado de vikingas recaló en Salamanca, donde la distancia no le hacía sentir tanta nostalgia y le permitía alternar la siestas con las rubias centroeuropeas de los cursos de verano y allí supo reencontrar los latidos del sur que no le habían abandonado nunca.

Así que de sus años de ejercicio como folclorista sobrevenido recaló en el centro de su acento y no necesitó disfrazarse de nada más que de sí mismo para alcanzar entre la gente la gloria de los toreros y de los poetas legendarios.

Descansa en paz, amigo.

Nota de SevillaInfo para los lectores:
En el año 2003, Pascual González le contó su vida en cómodos plazos al autor de esta semblanza, en una larga entrevista que José Mª Arenzana resumió y publicó en ABC de Sevilla y cuyo contenido, por el interés de lo desconocido, ahora recuperamos de las hemerotecas.

PASCUAL GONZÁLEZ

“Una frase en su sitio me hace llorar”

De la Calzada, durante más de diez años recorrió Europa de tuno, de gaucho, de flamenco, de músico callejero… Autor del himno del Betis, revolucionó las sevillanas y las colocó en las listas de éxito de 40 países.

TEXTO: JOSÉ Mª ARENZANA

Su biografía es más movida que una de Bruce Willis…
– Seguro. Una de Bruce Willis es calderilla.
¿A qué edad se echó a la carretera?
– Tenía 18 años. Había estudiado Magisterio y daba clases. Me gustaba, pero la música tiraba más. No pedí ni excedencia.
Su primera gira fue de tuno, ¿no?
– Sí, con 16 años. Dije que iba a Portugal, para que mi padre firmara el pasaporte, pero lo llamé desde Goteborg. Miró el atlas y se quedó horrorizado.
¿Y ejercía más de tuno o de tunante?
– (risas) Ser tuno es una carrera paralela. Es doctorarse en la calle y en el underground.
¿Dónde estuvo como músico callejero?
– Mi base era Zurich, pero recorría Alemania, Holanda, Bélgica, Austria, Dinamarca…
¿Es cierto que su primera grabación fue para un partido político en Italia?
– En Nápoles colaboré con Enzo Conte, un folclorista. Fue la primera vez que pisé un estudio y grabé para el PCI cuatro poemas de Lorca prohibidos en España.
¿Fue usted hippy en los 60?
– Y lo sigo siendo, de ideología y de sentimiento.
¿Chapurrea otros idiomas?
– Chapurreo inglés con el acento del gato andaluz de “Pixie y Dixie”. También italiano y, sobre todo, “spadanglish”, una mezcla de español, danés e inglés. (risas)
Dicen que donde mejor se aprende un idioma es en la cama ¿Le parece?
– (risas) Sí, es verdad, es el centro universal del idioma.
¿Se le daban bien las suecas?
– Mejor las danesas.
Su misión era hacerse pasar por un indio de poncho y bombo cantando chacareras, ¿no es eso?
– Yo cantaba cosas españolas, pero surgió lo de entrar en esos grupos de exiliados y aprendí a sobrevivir.
Y en Suecia formó en el cuadro flamenco de un tal “Champiñón de Utrera”. ¿Me jura que no inventa?
– Se lo juro. Todavía vive y su hija está casada con un cantaor de Jerez. Yo no soy cantaor, pero me aprendí como un japonés unos discos de flamenco que tenía allí ese hombre.
Y luego se enroló en un grupo salsero…
– Verá, es que un tumbador negro norteamericano, casado con una danesa que tenía un fortunón, fundó un grupo con Chico Beltrán, el sustituto de Machín con las maracas en la Sonora Matancera. Hicimos una gira por Escandinavia. Fue como si me hubiera tocado la lotería.
¿En aquella época eran todo risas-risas o también tenía sus nostalgias y sus malos rollos?
– También había malos rollos. Me declararon prófugo, así que cuando quise volver a ver a mi madre lo hice con pasaporte falso. Al final hice la mili y me formaron un consejo de guerra. Salí absuelto, pero marcado.
No obstante, ganó el premio del Festival Militar de la Canción, con dos cor… netas.
– (risas) Pero no pude disfrutar de los permisos por mis antecedentes.
¿Qué es lo más ilegal que ha hecho en su vida?
– Lo del pasaporte, con Franco, no era poca cosa… En 1980 grabamos un disco y uno de mis colegas era desertor. Lo pagó con creces y lo indultó S.M. el Rey.
¿Y lo más inmoral?
– Como una película de “Spice Platinum”, pero en su máximo grado. (risas)
¿Qué cosas se dejó sin probar y le habría gustado?
– Infinitas, pero no vale quejarse. Habría querido ser futbolista.
¿Y qué cosas no debió haber probado nunca?
– Sigo sin quejarme de nada.
Luego puso una sala de fiestas en Salamanca y allí, de gaucho, se le ocurrió fundar los Cantores de Híspalis, ¿no?
– El local se llamaba “Atahualpa club-recital”, con mi gran amigo Luis Sevillano. Traíamos a los grupos que huían de aquellos países. Creí que mi aprendizaje había terminado y que debía iniciar algo que nadie dudara que yo era de Sevilla.
Y llegaron los pelotazos…
– Fuimos número uno en más de 40 países… ¡siempre con sevillanas! Nuestros caretos estaban en Amsterdam, en París, en Moscú… Y Nancy Reagan bailó un tema. Era todo muy fuerte. Vendíamos más que Mecano en su mejor momento. Y nos llevaba Pulpón, sin contrato de ninguna clase.
¿No le dio reparos “descomponer” las sevillanas y convertirlas en… “otra cosa”?
– Soy un osado. Había que encontrar una fórmula para imantar a la juventud. Hice cantar sevillanas a Los Calchakis y a los Coros del Ejército Ruso.
¿Qué otra vuelta de tuerca prepara?
– El tío ése de la coleta y los bigotes de los Cantores es un antiguo y lo vamos a hundir en la miseria. Por eso hemos grabado las “heavyllanas” (jevillanas) del siglo XXI.
Según lo ve usted, ¿lo mejor de sí mismo lo da como compositor, como vendedor de ideas absurdas, como padre, como persona…?
– Me gustaría pasar a la posteridad como buena gente. Lo de creativo quizá tampoco se me da mal.
¿Qué le hizo sentirse alguna vez como un imbécil?
– No hay día que no lo piense alguna vez. Es el único modo de ser consecuente.
¿Llora fácilmente?
– Hasta con los siete enanitos. Una frase en su sitio me hace llorar.
Diga de qué se arrepiente…
– “Soy bohemio doctorao / catedrático de amigos / de la noche enamorao / y a Dios pongo por testigo / cuando digo: que me quiten lo bailao”.




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