El Parque de María Luisa y la Plaza de España al ponerse el sol 

No es de extrañar que vaya a ser justo a la caída de la tarde cuando nos examinen en el amor. Quizás porque también a esa hora vienen a ser los besos de los enamorados que por el Parque sevillano se dan la mano, se abrazan y se sienten atrapados por la hermosa luz del ocaso de otro día.  

Todo parece ponerse de acuerdo para llegar y para marcharse, para ser y dejar de ser. Todo sabe su hora y su turno en la belleza. Declina la luz del día y entrega su testigo al primer reflejo de las farolas. Es un espectáculo sin avisos previos ni presentadores que lo anuncien con grandilocuencia. Es un milagro para observadores del silencio, esos que saben estremecerse sin efectos especiales. Son capaces de averiguar que hasta allá en lo más arriba de los árboles, las hojas quieren dormirse.

No muy lejos de la naturaleza cansada de arrimar su hermosura a los estanques, de asomarse a los espejos del agua de los cisnes, no muy lejos queda la Plaza de España. Cuentan que fue un abrazo de la arquitectura que acogió a los visitantes de la Exposición Universal de Sevilla en 1929. Desde entonces y hasta hoy mismo quedó marcada por el acto amoroso de recibirnos. Es grandiosa, pero no nos empequeñece. Hace creer que somos parte de ella cuando cruzamos su canal de Venecia en Sevilla, o cuando se abre como una Feria de torres al paseo de los coches de caballo.

Los surtidores de su fuente central colorean de sorpresas el lento avance de la noche.

Galería fotográfica de Beatriz Galiano

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