… dentro de unos años, con aire de sabiduría, y de haber hecho un descubrimiento, lo que de algún modo todos ya sabemos: que el adelantar tanto las fiestas, y adelantar también su fin, produce un desequilibrio psicológico, un desgaste emocional, un desajuste de la mente… en fin, que es mucho más dañino de lo que parece.
Eran los días 3 y 4 de enero, y resultaba frecuentísimo oír a unos y a otros: “¡Qué harto estoy de las fiestas! ¡Qué ganas de que acaben!”. Muchos pueden sentir desapego hacia la Navidad, y fastidio ante efectos colaterales como cortes de tráfico, etc; vale. Pero esta exclamación se oía de labios incluso de personas no escépticas ni enemigas de las tradiciones; y, lo peor, aun sin decirlo, un sentimiento parecido, inconfesado, latía en el pecho incluso de los que somos más ardiente y genuinamente amantes de la Navidad, y de todo lo que la rodea, puentecitos, ríos de papel de plata, calles iluminadas, villancicos, espumillón y mantecados. (Prescindamos de momento de mayores profundidades teológicas; hablo de la Navidad como fiesta, tradición y costumbres establecidas).
La civilización empezó cuando empezamos a tener calendario. El establecimiento del año solar se acompañó de fiestas, de días señalados que se festejaban año tras año el mismo día. Cada cultura unos días distintos, pero fijos. En la tradición cristiana, el día de Pascua de Resurrección (esta, fiesta móvil pero de acuerdo a unas reglas fijas), el día de Navidad, el día de cada santo. Pero no hablamos aquí de defender nuestras tradiciones; incluso dejando eso de lado, incluso aceptando que, en la sociedad actual, tiene más peso, por desgracia, el hecho del día del cumpleaños de cada uno, o del malhadado Black Friday, o de lo que sea, el hecho (más importante aún que el ser fiel a nuestras tradiciones”, porque ya no se trata ni de eso, sino de ser fiel a la condición humana) es que a lo largo del año hay unas fechas señaladas que celebramos.
Y si resulta que empezamos a celebrarla un mes antes, y, llegada la fecha, ya no se celebra porque estamos cansados, entonces… algo en el cerebro no cuadra. Estamos hechos para tener días especiales, señalados, festivos. Se preparan, nos engalanamos, nos disponemos a celebrarla. Pensemos (aunque da tristeza poner un ejemplo tan banal, mucho más absurdo que las celebraciones de nuestra vieja civilización, pero bueno) en “el día del cumpleaños”, hoy tan magnificado a todas las edades. Si un mes antes nos dicen “felicidades”, y, llegado el día, ya nadie nos felicita… la sensación es un desajuste mental. No hay verdadera conmemoración- se ha diluido.
Las cosas tienen que ser en su fecha.
Es cierto que esta anticipación ocurre hoy día con todo. Empezamos a ver objetos de feria en los comercios, con música de sevillanas de fondo, antes de que comience la Cuaresma; y uniformes de “vuelta al colegio” en pleno verano.
Pero acaso ninguna anticipación es más destructora que esta de la Navidad. Al comprar algo o tomar un café o saludar a alguien, se nos dice, estando a 5 de diciembre, “¡Feliz Navidad!” (¿Por qué? Si aún falta mucho). Esa misma persona, si nos la cruzamos el día 26, en plena Octava, o, incluso mundanamente hablando, en pleno período navideño (que sería, incluso mundanamente hablando, hasta el 6 de enero)… ya no nos felicita; ni nos atrevemos a hacerlo, quedaría como ridículo.
¿Por qué digo: la anticipación navideña es más destructora que otras? Porque la feria o “vuelta al cole” se anticipa en los comercios, pero no ha llegado al pueblo; no te dice alguien en pleno febrero: “Que te diviertas esta noche en la feria” cuando aún no está instalada, o “¿Qué tal el comienzo de curso?” el uno de agosto. Si lo hicieran, ¿no enloqueceríamos? Pensaríamos: ¿Está loca ella o lo estoy yo? En cambio, en lo referente a la Navidad eso sí sucede. A 5 de diciembre, “Felicidades”, ¿por qué?
Prescindiendo, digo, de debates religiosos; ni de críticas al “consumismo”, algo inevitable; el tema ahora es que este trastorno de felicitaciones y fechas es algo que afecta a la salud mental.
El lunes es el lunes; el sábado es el sábado. Olvidemos, como digo, ya otras cuestiones más profundas. Si de repente empiezan a decirnos “que pases feliz domingo”, y resulta que estamos a martes… y así una y otra vez, ¿aguantaríamos mucho tiempo cuerdos?
No estoy cansada de la Navidad, ni de lo que tradicionalmente la rodea. Sería deleitoso vivir dos semanas- las del período navideño y nada más- de luces, adornos, alegría, consumo (¿por qué no? ¿Hay fecha más lícita para ello? El Verbo se hizo carne, y comió y acudió a festines de bodas), derroche vital, panderetas, corcho, jamón y vino y “felicidades”. Dos semanas. No acabaríamos cansados. Hasta nos daría pena que se acabaran, y tener que quitar el Nacimiento y el árbol.
Pero después de casi dos meses de desajuste y fechas trastocadas… y felicitaciones sin venir a cuento, y ausencia de ellas cuando sí las deseamos, ya ¿qué alegría cabe?
Y como despropósito final, oímos en un telediario: “Empiezan las rebajas de invierno”. ¿Cómo de invierno? En castellano siempre se ha dicho “rebajas de enero” (y luego vienen “las de verano”, que no de julio. Las deliciosas peculiaridades de cada lengua). Sí, es un detalle nimio, pero, ¿a qué viene? “Es que es traducción literal de Winter Sales”. Pero, ¿acaso la expresión “las rebajas de enero” no existe desde mucho antes que entrara esta obsesión por el inglés? ¡Digamos “rebajas de enero”, nos interesen o no!
Pero en fin; pronto vendrán psicólogos de Oxford o de Harvard con un sesudo estudio para informarnos de lo que ya sabía el hombre del Neolítico: que las fiestas se celebran en su fecha, no antes ni después, y el trastocarlas trastoca también la salud mental. Al tiempo.
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