Le gustaba sobre todo, la Semana Santa Sevillana. Siempre quiso tocar el tambor. Durante la época de ensayos de las bandas hispalenses, se hacía algunos kilómetros con su coche deportivo de segunda mano con tubarro y alerón, para poder contemplar en los locales bajo la pasarela peatonal, junto al río, los sones que intuían Cuaresma.
De pequeño tuvo uno: De plástico y baguetas con rebabas; pero pronto se desgarró el plexiglás y su madre respiró, porque el silencio volvió a casa.
Ese fue el primero y el único. Aunque su afición llegaba también al corno, el xilófono horizontal, los platillos, la tuba… todo lo que sonara a incienso trianero.
Soñaba, cuando llegaba en su coche aleroneado a la aldea rociera, que alguien se descolgara entre cerveza y fino y le diera la oportunidad de sentir en su corazón el bajo golpe del tamboril o el chirrío de la flauta en sus oídos.
Así transcurrió su joven vida. Rodeado de ilusión.
El fin de semana pasado, como casi todos, y como casi cualquier joven de su edad, salió a disfrutar de los amigos, de la música, la ciudad, la tarde, de la noche… pero falló algo. Se olvidó que alcohol y carretera son más que enemigos.
Tras el golpe, vio la luz. El momento deseado y ansiado durante tanto tiempo.
Él, se giró a su amigo y espetó lo que siempre había querido; y con público de galones. Fue entonces cuando, de aquella boquilla de plástico y de sus pulmones vaporizados por el alcohol sonó, como nunca antes había nadie escuchado, la marcha del Señor de la Capilla de los Marineros. Quizás no muy acertada pero seguro, con la misma pasión que sus idolatrados músicos de banda. Nunca una CAÍDA fue más grande que la suya esa noche, entre bolardos y comisaría.
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