“Odié cada minuto de entrenamiento, pero me dije: no pares, sufre ahora y vive el resto de tu vida como un campeón”.
CASSIUS CLAY-MUHAMMAD ALI
Sentado en el oscuro y cutre vestuario, que olía a sudor y derrota, le dio por pensar en una frase que una vez alguien le dijo había pronunciado un personaje famoso momentos antes de morir. Era algo así como “He tomado dieciocho whiskies seguidos, creo que es un record”.
Por supuesto él no sabía que la frase era de Dylan Thomas pero tampoco importaba, de hecho tampoco sabía de quien era aquella película que le impresionó tanto de pequeño y de la que tomó su nombre en la profesión: Balestrero.
A todos les sorprendía el nombre, no era el habitual en un boxeador, tampoco sabían que era el apellido del personaje que interpretaba Henry Fonda en una angustiosa película de Alfred Hitchcock.
La película se llamaba “Falso Culpable”. Manuel sabía desde quizá siempre que su destino era ser un perdedor. Quizá por eso se identificó tanto con aquel personaje al que un error destrozaba inexplicable y kafkianamente la vida de su familia.
Si, un perdedor efectivamente es lo que había sido toda su vida. Tanto como, para, a una edad en que todos los púgiles ya llevan años retirados y trapicheando con otros “negocios” para poder sobrevivir, el seguía aguantando palizas porque ya no sabía hacer otra cosa. En realidad nunca supo hacer otra cosa.
Faltaban escaso minutos para que saltara una vez más, la última, al cuadrilátero a que uno de esos púgiles jóvenes, ilusionados, deslumbrados por promesas falsas de fama y glorias futuras hechas por empresarios y managers sin escrúpulos, le destrozara la cara, le rompiera por enésima vez la nariz o le machacara la mandíbula. Un saco de carne pagado con migajas para servir de trampolín a las carreras de otros que acabarían algún día como él había acabado.
Pero esta vez era la última.
Con el dinero que le habían prometido podrían tener unas buenas Navidades sus hijos, su Pedrito, su Laura, y, sobre todo, su María, su pequeña María, tan dulce, tan inocente, tan alegre siempre, que tan mala suerte había tenido desde que nació, otra perdedora, como su padre, pero ella desde el nacimiento, sufriendo operación tras operación, pasando de un hospital a otro, de una UCI a otra, pero siempre alegre, siempre con una sonrisa.
No soportaba el dolor de verla crecer enferma, ver como la marginaban en el colegio, como pasaba los recreos sola con una monitora mientras ella deseaba salir corriendo para jugar con sus compañeros….pero no podía, sus piernas eran débiles, su equilibrio precario….. Ironías de la vida, eso era una de las pocas cosas que él había tenido buenas: el equilibrio…..
Pero este año María tendría, sus hijos tendrían, unas buenas Navidades. El se iba a encargar de ello. Ya había dejado dicho que le dieran a su mujer la bolsa una vez acabado el combate. Ella hacía mucho tiempo que no iba a sus peleas y él no quería verlos ni despedirse.
Ya tenía decidido como lo haría, el puente sobre la autopista no estaba lejos y la altura era suficiente para que, cuando llegara abajo, ya no sintiera nada. Además, machacado como iría después del combate, ya iría suficientemente dolorido.
Realmente era una muy mala fecha para la velada, solo a gente como la del boxeo se les ocurría organizarla un veinticuatro de Diciembre por la tarde. Su pelea era la última de la noche, a las diez saltaría al ring.. Faltaba ya poco.
En estos últimos momentos antes del comienzo de su último combate pasearon por su mente pasajes de aquellos años. Lo bueno: la ilusión al comenzar a entrenar y las primeras peleas, cuando todo era aun posible, conocer a María, su mujer, con quien tan feliz había sido, sobre todo al principio, el nacimiento de su primera hija y luego de los otros tres ¡trillizos!, que alegría cuando se lo dijeron a la feliz pareja, deseosa de tener una familia numerosa….
Pero también lo malo: el nacimiento prematuro de los trillizos. Como dos de ellos, el pequeño Rodrigo y María, sufrieron hemorragias cerebrales a las pocas horas de nacer y pasaron a tener la etiqueta para toda su vida de paralíticos cerebrales, el dolor y la pena en que todo ello les sumió a su mujer y a él, las sucesivas e infinitas operaciones de María, el colmo de la mala suerte, digna hija suya al fin….la muerte de Rodrigo hacía apenas unos meses, sin esperarlo, repentinamente. Un ángel que subió al cielo muy antes de tiempo dejándolos más solos para siempre….Y, rodeando todo aquello, como telón de fondo, el montón de ruinas en que se transformaron sus ilusiones del principio como boxeador, el estrellato, la gloria soñadas, haber llevado a su familia a una vida tranquila, holgada, y haberlo hecho todo él, con sus puños….
Un fracasado, eso es lo que era. No había conseguido nada de lo que se había propuesto en la vida, pero, fundamentalmente, no había conseguido el futuro que había deseado para sus hijos.
Recordaba cómo, con treinta y tantos años ya, cuando llevaba más de una veintena de combates, casi todos perdidos y la mayoría por K.O. seguía engañándose y diciéndose que era un buen boxeador. Y se veía ganando un título, alzado en hombros, llevado en andas, recibiendo el cinturón…..lo veía todo clarísimo en su mente, pasando imagen a imagen de su triunfo como a cámara lenta….
Balestrero era un púgil peculiar, al que le gustaba de joven leer, sobre todo de boxeo, claro, y también el cine, sobre todo las películas de boxeo, y recordaba como grabadas a fuego en su cerebro frases míticas de boxeadores más viejos, como aquellas de su ídolo, un peso pluma como él y un sabio que había sabido retirarse a tiempo después de ganar treinta y dos combates de un total de treinta y cinco. Aquel campeón del peso pluma irlandés, Barry McGuigan, que dijo en una ocasión respondiendo a la pregunta ¿Por qué te has hecho boxeador?
“No puedo ser poeta. No sé contar historias, por eso me hice boxeador, ¿Qué quieres, acaso que robe bancos?…”, o aquella otra, “el problema con el boxeo es que con demasiada frecuencia termina en tristeza”…
Y así era en verdad.
Había leído que el padre de Barry, un cantante que hasta representó a Irlanda en Eurovisión, acompañaba a su hijo a cada combate y, antes de comenzar estos, cantaba Danny Boy, casi el himno irlandés. Al padre de Manuel nunca le gustó que su hijo quisiera ser boxeador. Jamas fue a ninguno de sus combates. Y el ahora se alegraba. Seguramente no le habría visto nunca ganar….
Pero ya llegaba la hora final.
Fueron a buscar a Balestrero al vestuario, “Vamos campeón, te toca, y terminad pronto que es Nochebuena”, dijeron unas voces risueñas y conocidas, pero el ya no veía nada, nada más que el interior de su machacado cerebro dando vueltas..
Iba como sonámbulo. Luego se vio, como si fuera un espectador más, saltando al ring.
El chico que tenía enfrente, ojos brillantes, lo miraba como enfadado, con ira contenida en su rostro, deseoso de triunfo y gloria, como el al principio….le golpeó la mandíbula una vez, la primera. Manuel acusó el golpe y luego recibió otro derechazo en el mismo sitio. Se agarró al chico para que no le castigara más su maltrecha quijada. Que lentos los segundos cuando te están machacando…tres minutos infinitos.
Se acabó el primero. En el segundo quería probarse por última vez que el también sabía dar buenos golpes. Saltó con ganas, como cuando tenía veinte años, e intentó que su izquierda alcanzara al chico en la nariz, pero este chico bailaba bien, tenía buen juego de piernas….y era joven, tan joven como un día fue el…A cambio recibió otra buena tunda de golpes.
Ya faltaba menos, solo dos asaltos más y todo acabaría. Se conformaría con que no le tumbaran esta vez, que fuera una victoria por puntos pero no el enésimo K.O.
Y, si, iba a conseguirlo, dos asaltos más y habría cumplido, la bolsa prometida sería suya y sus hijos, su mujer, podrían tener unas buenas Navidades aquel año.
Tercer asalto, el chico lo tumbó, un certero derechazo esta vez al ojo izquierdo y cayó a la lona aturdido. No pasa nada, pensó, me levantaré cuando el árbitro vaya por ocho en la cuenta, solo quiero descansar un poco y reponerme de los golpes….OCHO, ¡ARRIBA, no me has ganado aún chico!, chico ilusionado, chico sonriente que me miras con cara de desprecio, pensaba, “este viejo, imaginó que el otro se estaría diciendo, este viejo a ver si se cae ya”…
De repente pasó por su mente una idea loca, un último destello de amor propio, de orgullo varonil. Si debía dejar este mundo que tan mal lo había tratado, que fuera con una victoria, con una de las pocas de su aciaga carrera de jornalero del boxeo. La última, la definitiva.
Si podía morir dejando al menos en la memoria de aquel puñado de vociferantes energúmenos que formaban el solitario público de aquella velada de Nochebuena, que Balestrero ganó su último combate y ganando para su familia la bolsa del ganador y no la que le habían prometido por perder, podría marchar al otro mundo orgulloso y feliz. Orgulloso al menos una vez en su vida.
Saltó al cuarto asalto con esa única idea en la cabeza. Intentó alcanzar al chico con una tanda de derechazos combinados con alguna izquierda al mentón y a la nariz, pero solo le llegaron un par de esos golpes con cierta contundencia.
El chico, algo aturdido por aquella reacción del viejo, tardó unos segundos en reaccionar pero cuando lo hizo lanzó sus largos brazos contra el rostro de Manuel en un torbellino de golpes que le hicieron de nuevo besar la lona.
1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, tienes que levantarte se decía.
Pero ya no podía, 8…,9……, K.O.
Se había acabado, ni tan siquiera en su último combate fue capaz de armarse del valor, la fuerza, el coraje, que le habían faltado toda su vida.
Realmente, pensó, la decisión estaba bien tomada.
El puente estaba cerca.
Echó una última mirada a donde debía estar su entrenador y le hizo una leve seña recordándole lo acordado, que buscará a María y le entregará la bolsa.
Nada más, nadie sabría dónde estaba el hasta que se encontrará su cuerpo aplastado en la autopista. Así debía ser. Ya no le quedaban fuerzas para seguir perdiendo.
María, siempre tan observadora, seguro que habría advertido en los días anteriores que estaba aún más taciturno que se costumbre y que esa tarde, cuando partió hacia la pelea apenas quiso mirarla a ella ni a los niños. Pero ya estaba acostumbrada a verlo siempre triste…
De pronto la echo de menos, a ella, a los niños, a la pequeña y dulce María sobre todo…..pero ya daba igual.
Ya todo daba igual.
Repentinamente, inopinadamente, una vocecita inconfundible dijo papá saliendo de entre los asientos ya casi vacíos que rodeaban el cuadrilátero.
Volvió la mirada hacia donde sonaba esa voz y vio a su hijita, a sus otros dos hijos y a María, su mujer. Todos le sonreían sorprendidos de su sorpresa y también, sobre todo los niños, un poco asustados, aunque intentaran disimularlo, por la cara hinchada y llena de moratones del padre.
María, con ademán de bienhumorada paciencia, le hacía un gesto con la mano de que se diera prisa y la pequeñita María, su María, le decía gritando todo lo fuerte que podía, ¡Papá corre, que tenemos que ir a comer a casa rápido, que dice mamá que después hay que ir a la misa de la gallina!
Ballestero, ahora Manuel, no pudo por menos que esbozar una sonrisa que hacía apenas unos segundos le parecía que nunca más tendría en su rostro. La sonrisa se fue transformando en carcajada y gritaba entre risotadas:
¡Del Gallo, María, del Gallo!
Saltó del ring hacía donde estaba su familia y los llenó de besos a todos.
Manuel, ya nunca más Balestrero, sacando fuerzas de donde solo había dolor, cogió a su niña en brazos y se dirigió al vestuario por última vez para cambiarse.
¡Vamos a casa!
“La familia es para los creyentes una experiencia de camino, una aventura rica en sorpresas, pero abierta sobre todo a la gran sorpresa de Dios, que viene siempre de modo nuevo a nuestra vida”
JUAN PABLO II