Sentado en la sala de espera de la consulta de salud mental y preguntándome cómo se sale de esto. Cómo se sale de tanta tristeza, de tanta desesperanza, de tanta ira también.
Ira, ¿contra quién o qué? ¿Contra eso que llaman “destino”? ¿Contra la vida en general? ¿O contra ese Dios en quien creo, por enviarme, enviarnos, tantas pruebas, tanto dolor…
Me ha costado, me sigue costando mucho, encontrar las fuerzas, las ganas, la ilusión, suficientes para escribir otra vez. Uno pensaba que después de lo ya vivido, en particular si la vida pasada no ha sido, digámoslo suavemente, un tranquilo paseo, está preparado para cualquier desgracia o contratiempo más o menos grave. Inmunizado o prevenido para no paralizarse por esa enfermedad del alma llamada tristeza. Pero no es así.
La tristeza y la desesperanza son como bestias salvajes que en una noche oscura te acorralasen en un estrechísimo círculo del que parece no podrás salir nunca más. De nada sirve intentar pensar que otros, como tú, habrán pasado por lo mismo o parecido a lo que tú has pasado porque…. ¿Cómo puede nadie haber sufrido tanto y por tanto tiempo y seguir sufriendo con las esperanzas cada vez más mermadas…?
Sí, ya se, ya se que para cada uno su dolor es EL DOLOR, así, con mayúsculas, el más grande, el peor, el más insufrible. Pero creo poder decir con conocimiento de lo que hablo que no existe mayor dolor que el que provoca el sufrimiento o la muerte de un hijo… y yo he padecido en poco tiempo, padezco aún, esos dos dolores infinitos del alma.
Jorge Luis Borges escribió que hay que ser feliz (o al menos fingir serlo) por los que nos quieren. Y en sus versos que llevan por título “‘Remordimiento”: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz. Me confieso culpable de perseverar en ese pecado”.
Y ponía un ejemplo muy grafico de su propia vida. Nacido con un problema grave de visión, se sometió a todo tipo de técnicas para recuperar algo de vista. Su madre, ya muy anciana, y cercana a la muerte, un día le preguntó, “¿verdad hijo que ahora ves mejor?”. Él, desgraciado como era, contestó despiadadamente, sabiendo que apenaría a su anciana madre, “sigo no viendo nada. ¿Qué trabajo me hubiera costado decirle a mi madre, “sí, mamá, mi vista está mejorando”… se preguntaba años después…
Así me he sentido durante mucho tiempo. Y lo intento, bien sabe Dios que lo intento. Ahora mismo, escribiendo estas líneas, lo estoy intentando. Intentando quebrar mi autismo de este último año y medio. Mi infelicidad. El no poder evitar hacer más desgraciados a los que me rodean y que han sufrido lo mismo que yo….
En mi libro de cabecera de estos últimos tiempos, “Una pena en observación”, ya saben, ese relato de C. S. Lewis sobre el proceso que siguió su mente y su alma a la muerte de su esposa, la novelista y poetisa y norteamericana Joy Gresham, se retrata muy fielmente, al menos en lo que a mí respecta, el tránsito, el camino que he recorrido, que sigo recorriendo.
En párrafos como este me siento tan identificado que podría haber sido yo el que lo escribiera:
“…. Y nadie me habló tampoco de la desidia que inyecta la pena (…) aborrezco hacer el mínimo esfuerzo. No solo escribir sino incluso leer una carta se me convierte en un exceso. Hasta afeitarme. ¿Qué importa ya que mi mejilla esté áspera o suave?…”
Y no solo en eso me reconozco, también me encuentro en líneas como esta: “Nunca sabe uno hasta qué punto cree en algo, mientras su verdad o su falsedad no se convierten en un asunto de vida o muerte!”. Sus dudas sobre la bondad de Dios al que llega a citar como un Sádico del Cosmos al que causa placer nuestro sufrimiento o, como mínimo, al que no le importa que suframos, son las mismas que he tenido yo durante mucho tiempo, eran el refugio en mi dolor. Necesitaba culpar a alguien, a algo…
“Sentimientos, sentimientos, sentimientos. Vamos a ver si en vez de tanto sentir puedo pensar un poco (…) Toda esa mandanga del Sádico del Cosmos no era tanto la expresión de un pensamiento como de un odio. Sacaba con ello la única compensación que puede esperar un hombre atormentado: el derecho al pataleo”, escribe poco después.
Hoy, me propongo un nuevo comienzo, uno en que deje de hacer infeliz con mi infelicidad a la gente que me quiere, uno en que no esté paralizado por el dolor y la tristeza, uno en que sepa agradecer a Dios todas las cosas buenas que hay en mi vida y sepa valorarlas como un tesoro a conservar. Y uno en que dar las gracias y pedir perdón a todos aquellos que me han tendido una mano durante este tiempo y la he rehusado.
Sí, creo que este es un buen comienzo.
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1 Comment
Muchas gracias por el artículo y por el esfuerzo José María. Es un maravilloso comienzo. Te comprendo muy bien, pues padezco una depresión mayor resistente desde hace 4 años y un TOC desde hace 24. Para lo que quieras, te dejo mi correo. Rezo ahora por ti. Un fuerte abrazo