Un futuro luminoso

Puedo estar equivocado, no lo dudo, es una posibilidad, pero a nadie de derechas le escuché ni le leí jamás en mi vida aseverar que la instauración de la República fue votada por los españoles, lo cual viene a significar, primero, que quienes afirman tal cosa son ignaros o, peor aún, farsantes y empapados de mentiras.

Pero dicho de otro modo, todos los que están convencidos de tal cosa son de izquierdas, lo que viene a demostrar el nivelito que se gastan los partidos que les acogen en su seno, pues en 90 años de efeméride tan “luminosa” (Sánchez dixit) no han tenido tiempo ni interés de ilustrar a sus bases ni de encenderles las luces sobre los hechos fundacionales de su enérgica fe del carbonero.

O prefieren seguir expandiendo la pamema y amasando el infortunio que padece este país, incapaz de asumir los hechos de su Historia, porque conviene refundarse sobre un saco de manipulaciones que nos invadan como piojos verdes y expandan esa peste de “los buenos” y “los malos”, más aún si resulta eficaz para seguir explotando la mina de los presupuestos generales del Estado en favor de las redes clientelares a través de la llamada Ley de Memoria Democrática, que ni es memoria ni es democrática. Sólo es ley.

Ayer en la tribuna del Congreso, Pedro Sánchez aclaró que, a su juicio, la primera de las tres grandes fechas de los últimos 90 años era el 14 de abril de 1931, día de proclamación por las bravas de la fugaz II República, pero no nos dijo si con ello se hacía cargo también del desarrollo de los acontecimientos y de todo lo que aquella patología política engendró, ni tampoco si se hacía cargo, como consecuencia de ello, de la devolución del oro de Moscú y la repatriación de los inmensos tesoros saqueados en el yate Vita, ambas dos materias exclusivas de sus antecesores en el PSOE y en el Gobierno de la Nación a través de Negrín, Indalecio Prieto y, sobre todo, de ese gran ‘poeta’ llamado Largo Caballero (un rufián cortito, en realidad), reivindicado hace unos días por Simancas en el Parlamento, que compuso titulares tan líricos y tan bellos en los periódicos que parecían pareados, como aquel que pregonaba en la portada del diario La Prensa el 21 de febrero de 1936, entre la primera y segunda vuelta de las terceras elecciones generales, las del inmenso pucherazo: “Habrá Soviet en España en cuanto caiga Azaña”.

Memorables días aquellos del infierno instaurado bajo la bandera tricolor en que el diputado ladrón, traficante de armas y golpista confeso Indalecio Prieto amartillaba sobre la tribuna su pistola mientras soltaba uno de sus discursos, similar al que el representante de los narcoterroristas de las FARC, secretario general del Partido Comunista de España y secretario de Estado para la Agenda 2030, Enrique Santiago, vomitó hace 48 horas en el mismo lugar.
Abascal ayer blandió un ladrillo en la tribuna, no para arrojárselo a ninguno de los allí presentes, sino para mostrar el arma con el que intentaron agredirle los de la motorizada de Pablete durante un mitin en Vallecas, con la anuencia sonriente de un Marlaska absolutamente ya jibarizado que ha pasado de juez de la Audiencia Nacional a ministro, del mismo modo que, como decía Juan Belmonte en su tartamudez, llegó aquel famoso banderillero a gobernador: “¿Po…po…po cómo va a ser?. De…de…degenerando…”

A Pablo Casado se le inflaron ayer las narices de soportar la presentación por novena vez de un plan leído por Sánchez con los bolitos esquemáticos como de power point que suelen componer sus charlas catecumenales, llenas de montañas de palabras inanes, como pirámides superpuestas, de significados oblicuos e insustanciales: “¿No se le cae a usted la cara de vergüenza?”, le dijo. No la conoce.

Es muy curiosa la manera adoptada esta vez para introducir el comunismo en nuestras vidas, pues la cosa consiste, si se fijan, en que todo aquello que hasta ahora decidían los consumidores (por ejemplo, la implantación de una tecnología nueva, como la aspiradora eléctrica, la fregona o la lavadora automática) no la decidimos los ciudadanos, sino el gobierno, que impone si se puede usted comprar una vivienda en la playa, un coche de gasolina o viajar en avión a Madrid o a Valencia.

Es decir, que pronto sabremos a qué horas debemos ir a las misas que programen nuestros líderes inmarcesibles, así como te citan el día y la hora para vacunarte e igual que Fidel Castro fijaba las asistencias a escucharle los discursos bajo la efigie del Ché Guevara como buenos revolucionarios.

Al fin y al cabo, el estado de alarma perpetuo en el que nos han confinado desde hace un año es el mejor ensayo general del secuestro absoluto que nos tienen programado y, sin un puesto de trabajo ni manera de ganarse la vida, millones de personas se verán obligadas a obedecer como rebaño si desean ser bendecidos por el hisopo de la checa con su limosna.

La subida de impuestos prevista es un intento para el saqueo último, antes de entrar sin conmiseración en los menguados ahorros de los españoles. A partir de ahí, bastará con que tiemble uno solo de los bancos europeos o españoles para que se decrete el “corralito” definitivo que nos encierre.

No sé por qué, de manera ilógica e inconsecuente, mucha gente en esta sociedad del siglo XXI se siente tan lejos y tan distinta de nuestros abuelos o de aquellos yugoslavos de los años 90 que acabaron en el infierno de los tiros y los bombardeos que iluminaban sus noches.

He dicho.




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