Un Estado fallido

La convulsión y el estallido de violencia desatado por la sentencia del Tribunal Supremo, perfecta únicamente en su resultado de no contentar a nadie (salvo a los propios encausados, que ya se las prometen muy felices), no debería sorprender a nadie. De hecho no creo que a nadie sorprenda. Aunque algunos lo simulen. 

Y no podemos darnos por sorprendidos porque esta situación ha sido fraguada, incubada y cuidadosamente cebada por todos los Gobiernos desde la Transición que comenzó el año 1.978 hasta el tristísimo día de hoy.

Podríamos repasar el infausto y criminal calendario, los hitos del camino que nos llevaban, inexorablemente, a este momento. Ya desde la propia Constitución con la introducción del palabro nacionalidades y el parto del infame Estado de las Autonomías, agencias de colocación masiva para los partidos y cáncer que ha ido carcomiendo las entrañas de la nación, pasando por la ley electoral, que favorece claramente a los partidos nacionalistas, se han venido dando continuos pasos suicidas contra el Estado soberano para convertirlo en un conjunto de taifas cada una de ellas comandada por un jefecillo con un ejército a su cargo.

El paso de una frontera que debió ser infranqueable de la cesión de las competencias en Educación e Interior a las Consejerías. Un paso que jamás se debió dar.

La progresiva e imparable eliminación de la lengua de todos los españoles de las aulas y la administración pública ante la pasividad del Estado, dejando solos y desamparados a todos los que querían educar a sus hijos en español, a todos los que han sido marginados, excluidos, por ser castellanohablantes. 

Y así hasta el infinito.

La práctica desaparición del Estado español en Comunidades como la catalana o la vasca (y desgraciadamente cada vez más algunas otras) no podía llevarnos más que a esto.

No pueden darse por sorprendidos los que nos han traído hasta aquí. .

Los que lo han hecho premeditadamente, Zapatero, ahora Sánchez, y tantos otros, ni aquellos que quizá no querían este desenlace pero que, con sus cesiones, su comprensión y pasividad interesada (siempre necesarios los votos nacionalistas) han conseguido el mismo fin.

 

Tanto los irresponsables socialistas como los no menos insensatos populares que ahora se rasgan las manchadas vestiduras. Todos ellos culpables de la progresiva e irremediable destrucción de la España que conocíamos, la de nuestros abuelos, para transformarla en una amalgama de hijos bastardos y rebeldes, de Estados paralelos prestos a rebelarse contra el padre en cuanto tienen la ocasión.

Todo ello nos ha llevado a esto: una región española en rebelión constante contra el Estado, con su máximo dirigente (representante del Estado en esa región, no lo olvidemos) insultando a diario a la Nación española y a los habitantes de las regiones que la integran, incumpliendo las leyes y sentencias de los Tribunales españoles sin que se le obligue desde los poderes del Estado a su acatamiento, con un cuerpo policial propio y a sus ordenes formado, en gran parte, por nacionalistas furibundos que son más activistas que policías, con una juventud adoctrinada en el odio a España y a todo lo español (resulta deprimente ver hoy, día de la huelga general ilegal en Cataluña, las imágenes en televisión de esos montones de chavales, sentados en la Plaza de la Universidad en Barcelona, esos estudiantes de catorce, quince años, con banderas esteladas a modo de capa, que no deben saber aún ni cuál es su lugar en el mundo pero ya están seguros de saber que Cataluña no es España…) y, en fin, una sociedad partida, fraccionada, enfrentada y enferma en su raíz, en su tronco y en sus ramas por el descuido y el abandono suicida del que debió cuidarla, de los que debieron no consentirle ni tan siquiera el primer desmán, para que no resultara, como aquel niño que actúa mal y no se le castiga, y que ya no hay manera de devolver al camino recto.  

¿Es tiempo aún de salvar el árbol? El que esto escribe quiere pensar que sí.

Más esa sanación precisaría de decisiones quirúrgicas y de un empecinamiento inquebrantable de años.

Al menos los mismos que llevamos dolosamente perdidos por tanta insensata impasibilidad. 




 

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