Entre muchas personas sensibles planea estos días- ya aparte del sentimiento de indignación, etc- una especie de tristeza y como de sensación de pérdida de sentido de tantas cosas en España. Quien se preocupa por los estudios de un hijo, especialmente si están relacionados con lo jurídico, puede preguntarse, ¿para qué? Y quien se preocupa… casi por cualquier cosa, pues, ¿para qué?
Se hace difícil levantar la vista y hallar un asunto amable e incontaminado de actualidad.
Pero, después de pasar frente al esqueleto de la antigua comisaría de policía de la Gavidia, curiosamente surge otro edificio que produce un efecto apaciguador. El colegio situado en la calle Virgen de los Buenos Libros era un elemento familiar, tan familiar como puede serlo un contenedor de basura (dicho sin ningún ánimo peyorativo; en el sentido de algo necesario y más bien feo, que está siempre ahí y no se le contempla mucho). Pues curiosamente, visto desde los padecimientos urbanos de nuestro milenio, de repente adquiere un valor insospechado.
Hace pocos meses retiraron de su acera un quiosco de chucherías que lo acompañaba desde siempre. No era un quiosco molesto, sino más bien lo contrario: de los pocos que quedaban antiguos, de formato pequeño, y además con la connotación entrañable, y ya casi histórica, de ser “un puesto de golosinas a la puerta de un colegio” (elemento que seguramente pronto será abolido). Así pues, no celebramos su pérdida; más bien era algo que podía despertar hasta afecto. Pero no obstante, lo indiscutible es que la fachada ha quedado más despejada; acaso por ese motivo ha merecido una contemplación más detenida, y el asombro de descubrir nuevos aspectos de lo que se daba por conocido.
La fachada se curva suavemente dos veces, pasa de lo convexo a lo cóncavo, adaptándose a la curvatura de la calle de tan hermoso nombre. El edificio de enfrente, de viviendas, también se curva, pero de manera más burda (las comparaciones son odiosas, pero necesarias a veces para que advirtamos dónde hay virtuosismo). La doble curvatura del colegio es más elegante, más lograda; observando los ventanales, se ve cómo se resuelven. Esto se debió hacer en los años sesenta, y no se advierten pretensiones, sino puro funcionalismo, pero eso sí, con un gran sentido de la armonía. “No molesta”, lo que en un edificio utilitario de este tipo es todo un logro.
¡Si hasta recuerda a ciertos palacios de Borromini en Roma!, el gran arquitecto barroco que, encargado de proyectos con menos presupuesto y espacio que los del grandísimo Bernini, les extrajo el máximo aprovechamiento, y uno de sus recursos fue el de curvar las fachadas (levemente, cuando disponía de poco espacio; pero lo suficiente para llenar de gracia y de agilidad un edificio de moldes clásicos). Sonará excesiva esta comparación… pero no lo es tanto. Borromini no sabía, cuando los filipenses le encargaron su oratorio, que un día iba a figurar en la Historia del Arte; se limitó a dar lo mejor de sí, con los materiales, el espacio y los recursos disponibles, teniendo muy en cuenta el entorno urbano, y el resultado perdura. ¡Oh si todos los arquitectos tuvieran esa actitud…!
Volviendo a la calle Virgen de los Buenos Libros, la fachada curva en cuestión hace juego además, en su colorido, con el ala antigua del colegio que se ve al otro lado del patio. Sin ocultar que es de otra época distinta, el ala nueva trata de no desentonar. Hay un esfuerzo de integración, de armonía (¡y ni lo habíamos percibido en tantos años! Pero eso habla incluso a su favor: lo armonioso no molesta, no chirría, es más fácil que no sea observado).
Alguien dirá que la otra fachada, la que da a la calle San Juan de Avila, es ciertamente otra cosa: puramente funcional y “fea”. Pero aún así puede alegarse que armoniza, o armonizaba con lo que tenía al lado: la antigua comisaría de Policía de la Gavidia, que por fin está siendo demolida; un edificio casi pintoresco en su intensa, aguda fealdad.
Los arquitectos concienzudos tenían en cuenta el entorno.
Estremece pensar en lo que habría hoy en lugar de ese colegio si en vez de añejo hubiera sido un proyecto reciente, y se le hubiera confiado a arquitectos de moda, o se hubiera convocado un concurso de ideas con presupuesto municipal archimillonario, con ganas de romper y de epatar… En el espacio de la antigua comisaría, por cierto, se está construyendo, ¡cómo no!, un hotel. Cruzamos los dedos.
En algún archivo figurará el nombre de los arquitectos de este colegio. Pero casi preferimos no saberlo. Hace juego con la falta de pretensiones el quedar el anonimato, como cuando se trabajaba por amor a la obra en sí, sin preocuparse de famas ni de firmas. Así trabajaron los constructores de las catedrales…