Última línea roja

El antecedente más claro a la ley de amnistía de Pedro Sánchez es la ley de violencia de género, LO 1/2004, del primer gobierno de Zapatero. Ambas violan de forma flagrante el artículo 14 de la Constitución española, relativo a la igualdad de los españoles ante la ley, y, por eso, contra ambas se pronunciaron con rotundidad todas las asociaciones de jueces y de fiscales de España, así como el Consejo General del Poder Judicial. Ambas exposiciones de motivos coinciden en ser meras declaraciones ideológicas, articuladas en torno a neotérminos también ideológicos, como “violencia de género” en un caso, y lawfare, en el otro. Y, sobre todo, la gestación de ambas leyes responde exclusivamente a la compra de los votos necesarios para ser presidente del gobierno de España. En el caso de ZP la LO 1/2004 fue el pago al lobby feminista del PSOE, cuyos votos le permitieron ganarle las primarias al candidato oficialista José Bono. En el caso de Sánchez, la ley de amnistía es un pago al lobby independentista por los votos para su investidura. Ambas leyes socavan gravemente preceptos constitucionales, amén de ahondar en la división emocional entre los españoles, todo por una mera estrategia política. Pero esto no es algo novedoso. Todo lo contrario.

Los pactos del bipartidismo con catalanes y vascos a cambio de privilegios -a cambio de ahondar la desigualdad territorial- han sido una constante de nuestra democracia. En el siglo XXI, estas vulneraciones fácticas de la Constitución dieron un paso más, y comenzaron a adoptar la forma de leyes aprobadas en el Congreso. Leyes que consiguieron legitimar la ruptura de la Constitución, gracias a su sistemático blanqueo por parte del Tribunal Constitucional. Al margen de los defectos heredados de la transición del 78, podemos cifrar el origen de esta degeneración democrática en la ley del poder judicial de Felipe González de 1985, que supuso la quiebra definitiva de la separación de poderes. Una quiebra que, hasta la fecha, había disfrutado de un silencioso, e infame, consenso político.

Afortunadamente, esta connivencia política contra la Constitución parece haberse quebrado. Si la aprobación de la ley de violencia de género contó con una vergonzante unanimidad en el Congreso, para la ley de amnistía ya existe una fractura política, aparentemente irreconciliable. El efecto catalizador de VOX, junto a la radicalización nacionalista, han impedido -por primera vez en la historia de nuestra democracia- que un PP ganador de las elecciones generales pacte con catalanes y vascos. Lo cual, como andaluz, y como español, me alegra sobremanera. Pero no me tranquiliza.

La ley de violencia de género, a pesar de los más de 200 recursos de inconstitucionalidad interpuestos en su contra, fue bendecida por el Tribunal Constitucional, tras un retorcimiento imposible de la norma suprema.  Y así “violencia de género” se convirtió en un nuevo paradigma moral, además de legal, para la aturdida sociedad española. La ley de amnistía, por su parte, parece que seguirá ese mismo recorrido, si algún acontecimiento extraordinario no lo impide. Y supondrá un nuevo triunfo de la diferencia -el sexo, la lengua, lo que sea- frente a lo que nos une -la humanidad, la españolidad-. Otro triunfo de los “grupos de identidad” posmodernos frente a los valores humanísticos más elementales.

Quizás lo más positivo que está sucediendo gracias a la ley de amnistía sea la movilización de la sociedad civil. Síntoma del fracaso del sistema democrático, pero también del hartazgo y de la vitalidad social frente al oligopolio de los partidos. Y una muestra evidente también del rechazo de la mayoría a los manejos bastardos de la política de siempre, cuyas acciones no respetan límite alguno, ni los que impone el Derecho, ni los de la Ética recogida expresamente en nuestra Constitución. En el fondo puede ser una buena noticia que se haga al fin visible el desprecio de algunos partidos políticos hacia la Constitución. Partidos que pretenden conducirnos a un régimen totalitario encubierto por una capa de democracia formal, donde el único criterio al ejercicio del poder sea su capricho y su arbitrariedad. La gente en la calle es la última línea roja que aún separa la democracia real del totalitarismo político. Veremos quién tiene la última palabra.




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