Todo vale si es mentira (y II)

Se tambalea la Monarquía (o eso se pretende), continúa la pandemia… y en los periódicos más “serios” siguen apareciendo líneas como estas:

“No hablamos aquí de censuras morales, sino de la cursilería y la falta de pudor que este melifluo romance está originando, hasta el punto de resultarle embarazoso a los ciudadanos laicos y…” (Sí, el horror de ver a Enrique Ponce con cara de enamorado)

La indignación popular, real o espoleada, adquiere tintes patológicos.

Vivimos en una de las épocas de más alto nivel de cursilería de toda la Historia .¿Quién no recibe diariamente unos treinta mensajes reenviados, con la mariposa y la florecita y la leyenda a juego, a cuál más empalagosa? Y aun sin redes sociales, el mensaje ñoño nos llega, hasta al abrir la tapa de un yogur. Los mensajitos, los psicólogo, los couch que nos envuelven, queramos o no, como el aire mismo, todos nos transmiten un mismo mensaje New Age de “sé feliz, ríete, no te importe lo que piensen los demás, la vida es maravillosa, hay que sonreír…”.

En el acto de “recuerdo a los fallecidos” en el patio de la Armería, en esa especie de funeral laico de Estado, se leyeron discursos diciendo que “desearíamos besar las mejillas de todos los fallecidos”. ¿De verdad?

En las esquelas laicas aparecen mensajes que, tratándose de una esquela no queremos criticar, pero cuya disparatada y exacerbada futilidad (“Te siento dentro de mí, en el buen vino y en las guapas mujeres, no morirás nunca”, decía una, en sustitución al clásico “Rogad a Dios en oración…”) nos impresiona.

Y no hablemos de la pandemia, la de frases melifluas que ha originado: “Esto nos hará mejores” “Vive la vida intensamente y disfrútala” (A. Banderas dixit – pagado por la Junta de Andalucía).

Las citas serían inacabables, basta cada minuto de radio, cada párrafo de un periódico, cada leyenda de un sobrecito de azúcar. La pregunta es: ¿Cómo es posible que una sociedad bañada de cursilería como nunca en la Historia, una sociedad cuyos únicos valores son el buenismo-optimismo-tolerancia-sonrisa por decreto, que esa sociedad se llene de horror y censura, se indigne a la vista de un hombre enamorado?

Sólo cabe una explicación. Se acepta este baño de mensajitos edulcorados de optimismo, con tal de que nos conste que son mentira, que no significan nada. Pero al aparecer la señal de un elemento que creíamos desterrado de nuestras vidas (el amor romántico), el pueblo clama de indignación.

La acusación de “actuar como quinceañero” (aparte de que, ¿qué tendría de malo? ¿Dónde me dejan las viñetas diarias de “Vive y disfruta”, dónde el coro de psicólogos y couches animándote a vivir sin complejos?), además es falsa. Lo habitual es que a los jóvenes les dé pudor decir cosas demasiado bonitas. Lo hacen más tarde, cuando el miedo al ridículo deja de dominar sus vidas.

A riesgo de sonar demasiado grandilocuente, diría que en el fondo de este verdadero fenómeno sociológico (estigmatizar a una persona por hacer justo lo que continuamente se nos conmina a hacer: disfrutar, vivir el amor, no tener complejos, desterrar los miedos, vivir “intensamente” cada momento) yace un odio a la verdad.

Todo vale, con tal de que sea mentira. Las frasecitas inspiradoras que nos llegan a diario son mentira (“Siempre habrá una persona que hará lo que sea para verte sonreír”, decreta una. ¿Seguro?¿Siempre?). Lo que se dijo en aquel solemne funeral laico era mentira. “Desearíamos besar las mejillas de todos los fallecidos”. ¿Quién lo desearía? “Tu familia no te olvidará nunca y guiarás nuestros pasos”. ¿Eso es verdad?

Las cursilerías se aceptan sólo bajo la condición tácita, cínica y verdaderamente hipócrita, de saber que son mentira.

En “En busca del tiempo perdido” puede leerse: “La idiotez (la sotisse) que comete un hombre al casarse con su cocinera o con la mujer de su mejor amigo constituye a veces el único acto poético que este hombre realiza en el curso de toda su existencia”. Lo dijo Marcel Proust.

Y no olvidemos que hace ciento veinte años la consideración social de “la cocinera”, salvo que la virtud se le suponía, no difería mucho de la de la prostituta – en cuanto a ruina de prestigio para un hombre distinguido que, en esa época de acentuadísimas clases sociales, diera el bombazo de casarse con ella. Pero algunos lo hacían. ¿Por qué?

Hay realidades gigantescas.

Que hace siglos causaban horror por unas razones bien definidas (sociedad burguesa, principios morales), y hoy lo causan por razones distintas y creo que más desagradables (inmersos en la mentira, nos choca lo que huela a verdadero o trascendente).




 

 

 

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