«Relato»: un vocablo antiguo con una nueva acepción. Y si no es así, se trata al menos de un uso inédito, original. Y me explico:
Hace años, empleábamos «relato» en la segunda acepción que le da el DRAE, esto es: «narración, cuento». Ignorábamos (al menos, yo) que existiese una tercera (¿o es que se ha añadido recientemente?): «reconstrucción discursiva de ciertos acontecimientos interpretados en favor de una ideología o de un movimiento político».
Lo entendemos mejor con un ejemplo. Uno reciente, algo que muchos hayamos vivido y que no nos haya dejado indiferentes. Por ejemplo: los años de plomo del terrorismo etarra.
Así, según la tercera acepción del término, el «relato» oficial, la narrativa con la que vivimos aquellos años, la explicación que se dio a las víctimas y sus familiares, así como a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado es que la lucha contra ETA era un deber de los demócratas contra una turba bárbara empeñada en reventar nuestra democracia a zambombazo y tiro en la nuca para imponer un «relato alternativo». Este era — y sigue siendo — el de un pueblo vasco oprimido y marginado por el Estado Español, con derecho, pues, a la legítima defensa para asegurar su supervivencia y su futuro. Según su relato, ellos son los demócratas y nosotros, los fascistas. Cuestión de relatar de un modo u otro. Y de comprar o no, el relato correspondiente.
Del mismo modo, hemos vivido dos relatos paralelos del «problema catalán» (por así llamarlo). Un relato es el nuestro, el oficial (hasta ahora), el extraíble de la interpretación de la «España Invertebrada» de Ortega: el particularismo catalán se apropió de la identidad de su pueblo y expulsó moralmente a toda la ciudadanía catalana que no participara de su discurso. Algo muy parecido a lo del pueblo vasco oprimido y marginado que acaban de leer más arriba, quitándole las bombas-lapa y los tiros en la nuca. Según nuestro relato, la acción del monarca y el gobierno español en octubre del 2017 fue la legítima defensa de nuestro orden constitucional y, más tarde, la acción preceptiva de los jueces, el dictado de sus mandatos legales.
Pero ya ven que hay un relato alternativo para ello. Lo estamos viendo o leyendo. Según esta versión, toda la maquinaria del Estado Español desde el Rey hasta el último ujier es una panda de escuadristas asesinos empeñados en arrinconar y aplastar la legítima esencia de la catalanidad.
Pero no se enfade usted con esto. Cada uno puede narrar lo que le venga en gana. O interpretar un seis a cero contra tu equipo como un partido robado. Ya lo ven entre los historiadores. A ver si encuentran a dos que digan lo mismo acerca del descubrimiento y colonización de América, por poner un ejemplo. La vida pública se construye de relatos contrapuestos.
Me dicen algunos amigos que Pedro Sánchez es todo un crack de la política. Es posible; no lo niego. Ingenio no le falta, al hombre. Sobre todo, para jugar con el relato: construirlo o deconstruirlo a voluntad, según las circunstancias. A lo largo del debate de investidura se ha puesto de manifiesto: hace poco, él mismo tachó de inconstitucional e inviable una amnistía que ahora propugna como un proyecto democrático de convivencia. Lo más constitucional del mundo, vaya. Algo como decir: «este es mi relato, pero si no le gusta, tengo otro en la manga, contrapuesto al anterior, pero tan constitucional como el primero. Para encajarlo en las costuras de la Carta Magna, bien que les pago a mis chicos. Y tengo en nómina a altísimos cargos. Dispongo de una fábrica de ruedas de molino con sabor a chocolate, para el disfrute del personal».
Su genialidad, por tanto, consiste en prescindir del relato. O hacer de él una especie de plato de El Bulli: un relato deconstruido, deshecho y rehecho, según la necesidad del líder. Que ya no hay que interpretar los hechos; no hace falta. Será de día o de noche según las circunstancias, que son las que son, y hay que hacer de necesidad virtud. Compre usted, pues, la política basada en la ausencia de relato. O en la relatividad del relato.
Echo de menos, en estas, al niño de «El Traje Nuevo del Emperador» de Andersen. Una voz humilde y sencilla que, sin alharacas ni empalagos, se limitara a decir: «lo de Sánchez es decir lo que le viene en gana… Y que una multitud de paniaguados y estúpidos le den un sonoro aplauso».