Más de una vez he dejado escrito, tanto en estas breves tablillas como en artículos largos de diarios en papel, que ocurre “como si” Dios necesitase de los hombres para alcanzar la plenitud de su creación. Ya sé, ya sé que alguna persona puede sentirse irritada con estos asuntos, pero no pretendo molestar a nadie y basta no leerme para solventar la molestia.
Digo, pues, que es “como si” Dios nos necesitara. Estoy leyendo estos días los “Diarios” completos de André Gide; una maravilla de estilo, inteligencia y lucidez. Cual es sabido, Gide fue en su juventud un puritano y torturado calvinista aunque en su madurez y ancianidad recaló en un ateísmo abierto y nada militante. Como Unamuno, Gide deseaba la existencia de Dios. De hecho, había encontrado una solución teórica a su problema de desear a un Dios que para él no existía. Y la “solución” fue esta: Los miles de millones de creyentes sinceros en una Divinidad inexistente terminarán por crear esa Divinidad. Así, Dios “emerge” gracias a la fe de los hombres (“Diarios”, tomo IV). Para eso, “para ser”, Dios “necesita” de los humanos.
Según algunos especialistas y teólogos la traducción exacta de la voz del Sinaí no sería “Yo soy el que soy” sino “Yo soy el que seré”. O Teillhard de Chardin al disertar sobre el final de la evolución darwiniana en el “Cristo Cósmico”. O el mismo Gide atreviéndose incluso a fijar una fecha histórica precisa: el nacimiento de Jesús de Nazaret, la literalidad del emerger Divino.
¿Demasiado? ¿Irracional? Leo Shestov (“Atenas y Jerusalén”) y Rudolf Otto (“Lo Santo”), dos figuras intelectuales de alto rango, escriben sobre la imposibilidad de comprender lo Divino. En todo caso, una hermosa especulación la de André Gide. “No me buscarías si ya no me hubieras encontrado”, dice el Dios de Agustín de Hipona.
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