Por primera vez una sala de cine vacía (sólo dos señoras y yo) no significa una buena película sino todo lo contrario: una aburrida mediocridad. Hablo de “Downton Abbey” del director británico Simon Curtis. Para colmo, el espectador percibe el miedo del realizador; no porque sea una película de miedo, que no lo es, sino por el pánico de quien la dirige a equivocarse, a ser vapuleado por la crítica progresista. Sin embargo, yo he leído esas críticas y la mayoría le otorga un sobresaliente; entonces, ¿de qué tiene miedo el director?
Existen dos tipos de censura: la que llega de arriba, la del poder político o religioso, y la que viene de abajo, de la multitud, y que recogen y difunden los medios de comunicación. La primera prohíbe determinadas ideas y expresiones; la segunda -más terrible- OBLIGA a decir y a expresarse de una determinada manera: el que calla es siempre culpable.
En la censura de la masa -con España, USA y el Reino Unido a la cabeza- una de las obligaciones en el hablar, escribir y filmar, es el elogio de la ideología de género y la alabanza permanente de lo LGTBXYZ, y eso es lo que ha tenido presente Simon Curtis al abordar su película.
La cinta, aparte de su mediocridad, es de un reaccionario extremo; los críticos progresistas iban a machacarla. ¿Cómo salvarse? Pues introduciendo, de pasada, en el argumento, el surgir de un amor romántico, elegante, interclasista y homosexual entre dos de los personajes secundarios. Salvado por la censura.
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