Hace ya algunos años se preguntó a veinte historiadores europeos de alto prestigio en qué acontecimiento del pasado le hubiera gustado estar presente.
Hubo respuestas para todos los gustos. Uno contestó que le habría gustado estar presente en la muerte de Alejandro Magno (la verdad, no comprendo por qué); otro, asistir a la coronación de Bonaparte como emperador; otro, a la toma del Palacio de Invierno en Petrogrado; otro, a la rendición del Japón en 1945; y así hasta 20. Lo que resulta para mucho meditar es que ninguno de esos historiadores occidentales diera la respuesta capital.
Se puede ser ateo, se puede ser creyente o agnóstico o antiteista militante, lo que no cabe es ignorar el acontecimiento fundante de Occidente: las tres jornadas de la Pascua judía que siguieron a la ejecución en Jerusalén, por razones oscuras, de un galileo llamado Josué, es decir, Jesús. Si mi presencia allí confirmara lo que pienso, ¡Albricias! Si por el contrario no ocurrió nada de particular, pues a otra cosa mariposa y salga el sol por Antequera.
Lo que indica mala fe en un historiador, y hablo desde una posición cultural y no religiosa, es desentenderse de algo que sucedió y no puede ser negado: una ejecución determinada en una fecha precisa. ¿Cómo un estudioso serio puede dar la espalda a la posibilidad de conocer los días que siguieron a la ejecución? Sólo un miedo pánico a la verdad ignora la pregunta.
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