Antropólogos, sociólogos y etnólogos suelen coincidir en que la personalidad de un pueblo viene enmarcada por sus libertades y sus límites. Maurice Duverger, intelectual fascista que después de la Segunda Guerra Mundial se convertiría en un prestigioso politólogo de la izquierda francesa, publicó en sus años de militancia en las filas del fascismo un artículo donde sostenía que cada nación debe tener todas las libertades que pueda ser capaz de digerir. Hoy, sin embargo, el pensamiento común de la democracia reclama para la ciudadanía el disfrute de una libertad completa. No está mal, sobre el papel.
En nuestros días España es el único país del mundo que carece de límites en las libertades individuales, lo cual legitima a la gobernanza para poder presentar nuestra legislación como la más progresista del globo.
En efecto, entre nosotros -y entre otras libertades- cualquiera puede okupar un domicilio ajeno sin correr el riesgo de ser desalojado a tortazos por el propietario de la vivienda. Asimismo, las leyes españolas permiten cambiar de sexo a los niños de 16 años sin permiso de los padres. Somos el asombro de la Tierra.
No obstante, la ausencia de límites supone también que la mayoría tiene plena libertad para, democráticamente, eso sí, expoliar a la minoría o privarla de sus derechos. En fin, nadie es perfecto.
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