El pozo con el que lleno la piscina para el verano y suministra agua a mi casa del campo se ha secado en pleno invierno. Nunca, en más de 40 años, había ocurrido una cosa así.
No repetiré otra vez los argumentos de los historiadores del clima cuando hablan con datos paleontológicos y arqueológicos -y no con especulaciones alarmistas- sobre cómo los periodos glaciales del planeta Tierra son muy superiores en millones de años a las eras de calentamiento global. Hace 400.000 años la temperatura media en Europa era un poco más alta que la actual; 100.000 años después los osos polares nadaban en el Támesis. Obviamente ninguno de estos cambios tuvo nada que ver con la especie humana.
También es una obviedad que las temperaturas aumentan hoy; un calentamiento que empezó hace diez mil años sin humos industriales que lo provocasen. Lo que sí provocó aquel feliz calentón fue el nacimiento de la agricultura, de las ciudades y que los viejos cazadores paleolíticos de mamut y renos se adaptaran a las nuevas condiciones de la “revolución” neolítica cultivando los valles y levantando las primeras aldeas. Acusar al hombre de provocar alteraciones climáticas es, pues, un engaño para enriquecer a la plutocracia constructora de molinos de viento y huertos solares subvencionados. Porque no podemos frenar el clima, pero sí podemos adaptar nuestro hábitat y nuestra vida al calor sin derrochar el dinero con artilugios inútiles de enorme costo para el contribuyente.
Plantemos bosques. Construyamos ciudades adaptadas a las altas temperaturas; así fueron, por cierto, las ciudades del Mediterráneo antiguo. Disminuyamos el tráfico rodado en las grandes urbes, no porque esto cambie el clima, pero sí disminuye el calor de la calle sin tubos de escape. ¡Qué gran invento el metro subterráneo! Ciudades de calles estrechas y peatonales, parques, pérgolas, fuentes, estanques, nubes de agua vaporizada, piscinas públicas y, sobre todo, arquitectos formados en la edificación de viviendas que mantengan el frescor con jardines colgantes y patios sombreados. Y en las sierras, muchos pantanos.
Luego, ya lo dije en otra ocasión, nuestros tataranietos deberán adaptarse a un nuevo cambio, éste glacial, que puede durar más de un millón de años. No sería ninguna catástrofe; al fin y al cabo hoy en Alaska y en Islandia se vive con todas las comodidades de la civilización. Lo importante es no equivocarnos de objetivo. Una cosa es el disparate de pretender cambiar el clima y otra bien distinta saber adaptarnos.
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