Dije aquí recientemente que el valor de la mentira en España, y en general en los países mediterráneos, roza el cero absoluto. Sánchez y los miembros de su gobierno en pleno son un exponente máximo del engaño y el perjurio fuera de sede judicial elevado a lo institucional y el jugador francés Diakhaby es la expresión del declinar absoluto del más mínimo respeto por la verdad, tal vez como consecuencia lógica de un cierto desapego exponencial de la sociedad por la realidad.
La realidad ya no es de piedra ni de metal y ni siquiera de madera, sino una sustancia próxima a las propiedades de la plastilina o a la de un líquido que cada cual puede adaptar a los contornos de su caprichosa manera de mirar el mundo.
Si yo decido, según la disolvente y paranoide teoría de los ‘géneros’, si soy hombre o soy mujer, no hay ningún motivo que me impida considerarme, si me apetece, negro, pelirrojo, elefante, trapecista o ingeniero de caminos. Y lo que es peor, podré exigir que me autoricen a trazar un puente sobre el Amazonas o que un circo me acredite para dar volteretas en el aire con mis imaginarias orejas de Dumbo y luego reclamar que las compañías de seguro cubran los desperfectos de mis huesos y me indemnice cuando meta un barrigazo desde diez metros de altura.
Lo que le pide el cuerpo al tramposo jugador del Valencia es contemplar a todos sus compañeros arrodillados por todas partes gracias a la fantasía diseñada por una suerte de rencor global en los laboratorios mediáticos y de las redes sociales tras la muerte de un tal George Floyd, cuyo juicio contra el principal imputado se sigue celebrando con toda la parafernalia lacrimógena que requieren estos casos en los tiempos modernos, donde lo que importan son menos los hechos que la emocionalidad dañada de quienes desean participar en esa liturgia de instagramers.
La novia del fallecido, enganchada a las drogas igualmente, se extendió en el juicio el otro día sobre el primer beso que se dieron y sobre el día que lo conoció, en un relato tan estupefaciente como los opiáceos a los que estaban enganchados y que consumían al alimón.
Por su parte, un empleado del comercio donde la víctima quiso pagar con un billete falso un paquete de cigarrillos se mostraba compungido porque pudo evitar los acontecimientos posteriores tragándose el billete sin avisar al encargado, según dijo, lo que revela el desmadre sentimental que envuelve el caso y la fuga adolescente de los hechos en el afán de deconstruir la realidad para adaptarla a los deseos caprichosos de cada cual, como en un video juego que nos permitiera empezar indemnes una partida nueva.
La víctima en el caso del fútbol patrio no era Diakhaby, sino la verdad, después de someter las imágenes de más de veinte cámaras a un peritaje en el que se afirma que Cala no le dijo al futbolista francés lo que él dice haber oído o se ha inventado con absoluta mala fe, lo que quizás le coloca frente al espejo como un absoluto sinvergüenza que ha pretendido arruinar la carrera de un compañero de trabajo a base de exhibirse con cara de ofendidito y, por supuesto, abusando de su condición “racializada” con la que pretendía destrozar, como tanto le gusta a la izquierda actual, la presunción de inocencia establecida en las leyes europeas…, salvo en España, donde ya esa presunción es casi una reliquia, un vestigio y un anacronismo para los Ministerios de Montero y de Marlaska.
Puestos a exhibir la falsaria sensibilidad extrema con la excusa de lo racializado mostrada por ese Diakhaby, procedente de la cantera del Olympique de Lyon, merecería la pena escuchar algún pronunciamiento suyo sobre la tremenda paliza recibida por el ex presidente del otro Olympique, el de Marsella, y su señora, cuando hace unos días un grupo de ladrones entraron en su casa, a lo que Bernard Tapie replicó, solicitando clemencia a sus agresores, de otra raza, que él siempre les había ayudado: “¡Vete a la mierda!”, le respondieron los simpáticos ladrones al corrupto ex diputado izquierdista en la Asamblea francesa.
Es de suponer que en ese otro caso Diakhaby no desea alegar ninguna condición de grupo para asociarse ni sentirse solidario con los despiadados agresores de Tapie y su señora y dirá sencillamente que tener un color de piel determinado no convierte a nadie en un ladrón, lo cual es tan completamente cierto como que tampoco te libera de ser, tal vez, un completo sinvergüenza y un estafador. Porque, efectivamente, ser un mentiroso compulsivo y un tramposo no es cuestión del ADN, del sexo ni de otra condición que no incumba a la conciencia y a la honradez personal de cada persona.
Sánchez, Marlaska, Ábalos, Iglesias, las dos Montero y tantos otros miembros del Gobierno de España son una prueba palpable de lo que señalo. Y lo de Echenique añade que ni siquiera la limitación física es una atenuante.
He dicho.
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