En torno al cambio de milenio, hace unos veinte años, los que gustamos de la Navidad y de todo lo que la acompaña experimentábamos sensaciones agridulces. Por un lado, un íntimo deleite al ver los adornos por todas partes, que eran de rigor; no había tienda ni bar, ni arbolito en plaza céntrica, sin su revestimiento festivo. El dispendio era mínimo: el modestísimo y vistoso espumillón con sus inefables bolas, un portalito de belén a un lado. Los grandes almacenes, eso sí, con más dispendio y esplendor, iluminaban las plazas, creaban todo un ambiente de ingenua belleza.
Sentíamos un deleite, sí, pero secreto y con justificado miedo de confesarlo. Porque el soniquete oficial era de censura hacia esas cosas. Por el lado “cristiano” había un reproche constante, se recordaba que “la Navidad no son adornos y luces”, “la Navidad no es eso”, se insistía en lo mismo una y otra vez. Y por el lado escéptico cínico, la continua afirmación sabihonda, como desvelando un secreto, de que “eso (el gran letrero de “Felicidades” que se leía en un gran almacén) lo hacen sólo para vender”. (¡Qué agudeza!).
Bien, pues en 2022 se puede decir que los críticos han ganado la partida. Los adornos ya son mínimos. En algunas grandes cadenas, ya inexistentes; y en una mayoría de tiendas, bares y restaurantes, también. ¿Para qué adornos, para qué la belleza, para qué lo que aluda a una ingenua ilusión, a una alegría del espíritu? Como animales que somos, se trata directamente de ir sólo a lo corporal. ¿Fecha de consumir? Pues a comer, y a sumergirse en spas, y a adquirir, con la calculadora en la mano, y frente a una pantalla, los productos que nos den más bienestar físico. En las tiendas, las zapatillas deportivas, los productos mil se muestran ya desnudos de cualquier mínima alusión a esta fiesta.
Los cínicos estarán contentos. Ya no hay disimulo. Así como en las relaciones ahora llamadas “de pareja” desaparece todo elemento de romanticismo, sólo queda lo primitivo; así el mundo del consumo se ve reducido a lo puramente corpóreo y al regodeo de presumir de estatus social, y nada más. No se ve importunada, la consecución de esos objetivos (restaurantes “de autor”, jacuzzi y masajes, zapatillas “de marca”) por molestas referencias a lo estético, a lo hermoso, a lo que trae connotaciones históricas, culturales, y últimamente religiosa. Hasta una tira de espumillón sobra, es molesta, es “innecesaria”.
Los cínicos estarán contentos. Pero, ¿y los moralistas? ¿Y los que criticaban los adornos porque eso “no tiene que ver con el cristianismo, ni con la Navidad”, qué dicen ahora?
¿Han aumentado, por eliminar los adornos, la fe, la devoción, la emoción por el Nacimiento de Cristo?
Antaño, en España los regalos eran únicamente los que traían los Reyes Magos para los niños. Luego se fueron haciendo extensivo a los adultos, y anticipándose. Pero el simple hecho de regalarle un objeto cualquiera a un familiar, una corbata, una pluma, si iba envuelta en un papel navideño y entregada en una cena familiar, en una casa con el belén y el árbol y las servilletas coloridas, pues adquiría una connotación entrañable. Era como decir: “La corbata es lo de menos (¡será por corbatas! ¡O por bolsos o por guantes!) pero como símbolo de la alegría de la Navidad – Dios hecho hombre, se hizo carne, se vistió, consumió, aun austeramente, objetos materiales – pues te doy esta prenda, envuelta en un papel con motivos característicos de esta fecha”.
Si quitamos el papel, el motivo navideño, y aun la corbata (ahora lo que se regala son mayormente sensaciones corpóreas, hoteles, restaurantes, spas)… ¿qué queda? El consumo animal puro y duro, comer y bañarse, placer corporal y placer de estatus social, no hay más. ¿Eso se acerca al espíritu navideño? ¿Están contentos los sermoneadores?
Da igual tener una bufanda más o menos. Pero si se piensa “Esta bufanda me la regaló mi hermana por Navidad”, al llevarla puede asociarse alguna vez a un envoltorio, un belén, un espíritu. El ser humano está hecho de connotaciones y de símbolos. El Verbo se hizo carne, manejó objetos. Y si la bufanda apareció entre mazapanes y figuritas de belén, pues ya nos está diciendo que lo de menos es el objeto, sino el símbolo.
Pero volvamos a la falta de adornos en los grandes almacenes, bares y tiendas. ¿Es más “auténtico y navideño”, el suprimirlos?
Más bien supone la desolación; el abandono de toda razón última sana por la que hacer un regalo. No se entiende, de verdad, por qué un “stand” de zapatillas de alto precio, por lo visto es más “cristiano” sin espumillón que con él. ¿No diríamos más bien lo contrario?
Antiguamente se daban, y se criticaban, las “compras por impulso”, cuando se compraba alegremente deslumbrada por un objeto bien presentado entre los adornos de un gran almacén. Pero, ¿tan insano era eso? Todavía una compra por impulso, motivada por la belleza de una presentación… no parece algo tan ruin ni abyecto. Es alegría, optimismo (“Le llevaron oro, incienso y mirra”. No es momento de escatimar). ¿Cómo son las compras actuales? No hay impulso, se hacen frente a la pantalla, comparando fríamente precios y productos. Un sermoneador podía reconocer que en el segundo caso –ese frío cálculo, puro dinero y producto- hay mucho más alejamiento del espíritu cristiano y no digamos navideño. Pura avaricia y vanidad y gula, no atemperada por elemento inocente alguno. La ilusión, el impulso, la influencia de la estética han desaparecido. Ahora se trata de consumo animal desnudo, sin motivación, sin la menor referencia aun lejana de un origen más noble.
Esto enlaza con la campaña existente contra los objetos materiales “superfluos” (que son seguramente los más necesarios).
Pongan un espumillón y un portalito en su negocio, si lo tienen, o en su lugar de trabajo. Su calidad humana saldrá ganando.
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