Si hay algo que el pasado reciente ha puesto de manifiesto, es la docilidad de la mayoría para asumir normas y opiniones emitidas desde el poder, ya sea éste político, económico o mediático, hasta interiorizarlas como propias sin que exista un debate previo sobre la conveniencia u oportunidad de las mismas.
¡Cómo hemos cambiado!, diría cualquier persona que se asomara a estos tiempos desde las últimas décadas del siglo XX, ¡a qué velocidad hemos normalizado hábitos antes impensables! Pongo como ejemplo el clima laboral, las condiciones de trabajo en la mayoría de las empresas, ¿se acuerdan de la pena que nos daban los pobres mileuristas de principios de XXI, cuando ahora, veinte años después se vende como una conquista el alcanzar ese sueldo? Para qué hablar de la convivencia familiar, donde el propio concepto de familia se ha visto relegado a “familia tradicional” dado el amplio espectro de posibilidades existentes. ¡Hasta los perros se consideran ya parte de ella, y hay espacios acotados en playas y parques para los canes!
Es llamativo ver como la Administración Pública ha ido ocupando espacios antes destinados a la familia: la escolarización en los primeros años de vida, “los niños no son de los padres”, el cuidado de los mayores, la objeción de conciencia, que debe ser declarada a priori para elaborar una lista pública, el ocio subvencionado, cuya facturación supera a la del organizado por el sector privado, etc.
Si hablamos de choque ideológico, éste no es sólo inter-generacional, ese ha existido siempre; ahora también es intra-generacional: soy testigo de cómo jóvenes que viven en la treintena no se expliquen determinados comportamientos de los que rondan los veinte años.
No quiero pasar por alto la visión que se nos está inoculando sobre la vida desde su concepción (ya se está hablando de abortos de recién nacidos) hasta su final (con la eutanasia y el debate en la Organización Mundial de la Salud sobre si la vejez debe ser tratada como una enfermedad en sí misma), cuestiones impensables hace pocas décadas, con juicios como que sobra población para producir y para consumir ( ).
Alimentarse de telediarios catastrofistas (¿dónde están aquellos noticiarios que en media hora te servían toda la actualidad?) o de tertulias de “todólogos” (¿se han fijado como el mismo tertuliano te habla de los tipos de volcanes que de los papeles incautados a Trump en Florida?) es lo que tiene: al final, casi sin darte cuenta, te conviertes en un repetidor sin criterio propio de las cuestiones de las que interesa que se hable.
Y todo ello muy poco a poco, casi de forma imperceptible, como le pasó a aquella rana introducida en una olla a la que lentamente se le fue subiendo la temperatura del agua hasta ser incapaz de reaccionar y morir abrasada. Si creen que exagero, fíjense en ustedes mismos, amables lectores, y consideren sus principios y criterios de hace décadas y los de ahora, su forma de repartir el tiempo antes y en estos momentos y, sobre todo, en las consecuencias de manifestarse libremente con arreglo a las propias ideas hace tiempo y hoy día.
Del menoscabo en la libertad de acción (prohibir corridas de toros, vacunarse o no, usar mascarilla o no, fumar en la calle o no, etc.), se ha pasado a disminuir la libertad de expresión (ojo con las consecuencias de lo que se dice a fuer de ser señalado como enemigo) y ya, sin disimulo, vemos atacada la libertad de pensamiento (ley de Memoria Histórica, sin ir más lejos).
Erich Fromm escribió “El miedo a la libertad” en 1941, en pleno auge del nazismo, y nos advertía de que los cambios sociales, como los producidos en nuestro entorno en los últimos años, originan cambios en el carácter social. Nuevas necesidades crean nuevas angustias. Esto provoca que seamos susceptibles a ellas y que a su vez, estas nuevas ideas tiendan a estabilizar e intensificar el nuevo carácter social y a determinar las nuevas acciones humanas, todo con tal de disminuir la incertidumbre generada por los cambios habidos a nuestro alrededor.
Les recomiendo la lectura de “Los hermanos Karamazov” de Fedor Dostoievski, donde se relata en uno de los capítulos el diálogo entre un inquisidor del siglo XVI y Jesucristo, que ha venido de visita a la tierra, y a quien el religioso le recrimina que el Hijo de Dios haya puesto la libertad como un valor supremo, por las angustias y problemas que eso le ha creado a una Humanidad, que, según él, es más feliz siendo dominada por una élite.
Quiero ser optimista y pensar que prevalecerá aquello de “La verdad os hará libres” (Juan 8, 31); que la libertad es un don sagrado; que la ley del péndulo es una constante en nuestra Historia; recordar que después de la Edad Media llegó el Renacimiento y que, en definitiva, siempre que ha llovido ha escampado. Les animo a arriesgar un poco para saciar esta sed de libertad que todos estamos padeciendo.
Alberto Amador Tobaja
aapic1956@gmail.com
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1 Comment
Sin duda, para ser libres hay que arriesgar. La libertad nunca ha sido gratis. Desde la noche de los tiempo el ser humano ha esclavizado y ha manipulado a otros de muchas maneras. el precio ha sido muchas veces, sangre, sudor y lágrimas que diría Winston Churchill. La libertad hay que ganársela y hay que ser valiente para luchar por ella. Todos los ataques a la libertad que sufrimos hoy en día y que detallas en tu texto son fruto de estrategias de ingeniería social ( que tampoco es nada nuevo, basta saber un poco de historia ) pero no son insuperables. La batalla de las ideas, no callarse, rebelarse ante la imposición del lenguaje, de las noticias, de lo correcto, atreverse a ser divergentes buscando a la VERDAD, son las armas de esta batalla. Pero en efecto para librar una batalla hay que ser valiente, y arriesgar