Se llamaba “camposanto”

Conviene ser precavidos a la hora de difundir el disgusto o la indignación ante, por ejemplo, una película u otro evento que nos resulte hiriente, pues la consecuencia indeseada es, inevitablemente, informar de dicho evento a personas que lo ignoraban, es decir, paradójicamente es darle difusión a lo que menos deseamos que se difunda…

Así pues, entre los que se sienten dolidos por un espectáculo ofensivo, los hay que deciden “denunciarlo” en redes sociales, y otros que consideran preferible ignorarlo para no hacerle propaganda. Una se suele alinear con los segundos. Pero a veces resulta imposible callarse cuando se observa algo tremebundo, sangrante… y que a nadie parece importar.

Entre carteles que anuncian conciertos, exposiciones, circos, hay uno animando a visitar una exposición de “Bodies” – una celebérrima, que recorre el mundo, que por ende estuvo ya hace años en Sevilla…, es decir, no es nada nuevo, es algo ya inserto en la normalidad, y sus posibles críticos están estigmatizados como los atrasados enemigos del progreso, ¡cómo no!

Si alguien lo ignora aún, ¿saben en qué consiste esta exposición? Pues es una exposición de cadáveres verdaderos (conservados mediante una peculiar técnica que los plastifica), colocados de pie en posiciones diversas, hasta bailando. Son cadáveres verdaderos. Fueron personas.

Se ve que somos minoría los que nos estremecemos al enterarnos de estas cosas. 

¿Cómo discutir si vemos negro lo blanco y blanco lo negro? Para debatir hay que contar con algunos puntos comunes. Este espeluznante espectáculo algunos lo llaman progreso y “ciencia”. Obviamente, es mentira: la anatomía se puede y debe explicar brillantemente de mil maneras (¡será por falta de medios!, tanto virtuales como tangibles, con imitaciones perfectas), aquí lo que atrae no es la anatomía sino el morbo de que son cadáveres.

Una recuerda un cierto vértigo extraño al saber, según indicaba el pie de una fotografía de la incomparable máscara de Tutankamón, que la propia momia del faraón, o sea su cuerpo, su cadáver, se encontraba en una sala del museo de El Cairo. No sería, ese estremecimiento, por tener inculcado el respeto a los muertos ni los lutos ni la visita a los cementerios –algo ya inexistente, especialmente para los niños, en el último cuarto del siglo XX. Debió ser un resto de algo arcano, una molécula de memoria histórica (eso sí que lo es – cuando se “recuerdan” cosas que ni se han vivido ni te han explicado, pero de algún modo se sienten), la que se rebeló en silencio contra semejante hecho. Un cadáver en un museo.

Pues sí que es hermoso contemplar la máscara de Tutankamón, y que se pueda reproducir. Pero, ¿más importante que dejar reposar a un muerto? En fin; luego se conoce la versión oficial de los hechos: se descubrió la tumba, los “fanáticos anti ciencia” protestaron, hablaron estúpidamente de la maldición del faraón, pese a los “supersticiosos atrasados”, el descubrimiento siguió adelante… ¿Quién se pone en el lugar del fanático que protesta? Inconscientemente, una se va insertando en el discurso oficial, y más si estudia Historia del Arte (¡habrá algo más importante que el contemplar máscaras hermosas, y hacerlas “accesibles”!) y aquel estremecimiento primero queda adormecido. 

Después de todo, lo que fueron seres humanos se visitan luego en cien museos: momias egipcias por doquier, enterramientos prehistóricos… Al fin y al cabo, las personas que fueron vivieron hace miles y miles de años, ya tuvieron sus honras fúnebres, ahora, con el paso de los milenios se han convertido en Historia, que estudiamos con interés. 

Pero ahora vemos algo que clama al cielo, que no se trata de enseñar la Historia aunque sea a costa de un pequeño sacrilegio, sino que el espectáculo es el sacrilegio en sí. Que los cadáveres no son de otras culturas remotas, sino personas de hoy día, a quienes divirtió donar sus cuerpos para entretenimiento festivo, en un alarde de absoluta negación expresa de toda trascendencia; en una apostasía de la pertenencia a la estirpe humana, que nació cuando empezó a enterrar, con ceremonia, a sus muertos…

¿Qué decir? Jamás convenceré a los que piensan que esto es “ciencia y progreso”.

Pero sólo una observación: ¿por qué se habla de excavar y hurgar en fosas comunes de hace ochenta años, para desenterrar e identificar, con infinito gasto, restos humanos, a fin de darle a cada uno “sepultura digna”? Porque eso presupone que vivimos en una cultura que exige (como todas las de la Humanidad) la sepultura digna para cada persona, como cosa indiscutible. Y en ese caso, el espectáculo de entretenerse con cadáveres  recientes tendría que estar absolutamente prohibido. Una cosa o la otra.

La destrucción del sentido de lo humano avanza mucho más rápido de lo que podemos comprender, mucho menos analizar… Imposible razonar adecuadamente contra algo que nos supera.

¿Qué nos queda? Con afecto saboreamos la palabra “camposanto”, que es sinónimo de cementerio, y eso mismo lo ilumina todo. Surgió esa sinonimia cuando era obvio que el cadáver de lo que ha sido una persona, cuya alma debe estar en otro lado, tiene en sí mismo un algo de sagrado (cosa que a un animal nunca se le ocurriría); con lo cual, a la vez que se admite su parte de podredumbre, hedor y peligro, pues no se le llama, al cementerio, campo infecto o campo de basura fétida, sino Camposanto. Y esto aun mucho antes de los cementerios cristianos, desde los dólmenes, desde siempre.




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