Los Reyes Magos

Hace poco se cumplieron sesenta años del estreno de una joya del cine, basada en la novela homónima de Harper Lee. En Matar a un Ruiseñor, una de las más preciosas historias sobre la paternidad,, la justicia, la ética, el despertar a la vida adulta de un niño, el valor y la cobardia, se pronuncia (por ese héroe que no libra más guerra que la de sus propios valores, Atticus Finch) esta frase que encierra tanta verdad: “Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final, pase lo que pase. Uno gana raras veces, pero alguna vez gana”.

No es extraño que viendo la película o leyendo la novela de Harper Lee, uno quisiera tener ese padre que tenía la Scout que contaba la historia o, si se era adulto, llegar algún día a ser ese tipo de padre (aunque ser Gregory Peck se nos antojara misión imposible).

Lo que no sabíamos en aquel entonces es que el ser valiente de esa manera no se elige. La vida te va llevando a tener que afrontar situaciones en que, si no eres un desalmado o un cobarde sin escrúpulos, te enfrentas a batallas que sabes que muy probablemente perderás o que, en muchos casos, ya están perdidas y las libras porque no hay más remedio, y lo haces con toda tu energía y lo haces hasta el final… y a veces, solo a veces, ganas.

Aquella Navidad había pasado sin pena ni gloria. Una más, una menos. Cada vez más descreído, cada vez más desesperanzado y sin fe en nada. Sin esperanza apenas, deambulaba a tumbos por su vida sin darle mucha importancia a los días que pasaban. Todos iguales unos a los otros. Ya apenas le alegraban las risas de su hijos, su ilusion por unos regalos que esos mágicos Reyes venidos de algún lugar de Oriente les traerían en la madrugada del día cinco al seis de enero, tal cual hicieron con ese Niño que nació en un establo en Belén hacía dos mil años… Oro, incienso y mirra, qué cosas…

La gente siempre le decía este tipo de cosas: qué valiente eres, cuánto te admiramos… y cosas parecidas. Él sabía que no era verdad, que él no era nada de eso, ni valiente, ni admirable, un ejemplo… Que, más de una vez, habría salido corriendo, habría huido, y se habría escondido bajo una piedra, la más grande que hubiera encontrado, para escapar de su vida. ¿Eso era ser valiente ? ¿O más bien un cobarde? El caso es que seguía ahí.

Su hija llegó a donde el estaba y le dijo: papá, ¿quieres jugar ahora?, hace tiempo que no juegas conmigo a las montañas azules… Un juego sacado de una serie de dibujos animados que le encantaba a su hija, aunque ya tenía trece años como sus otros dos hermanos, eran trrillizos, y que consistía en que ella (y a veces también su hermano) se subían por encima de su cuerpo como trepando por montañas. Él a veces le decía, me duele la espalda para jugar a eso cariño, y otras, como aquella, transigía y dejaba que trepara, él tumbado en un sofá, por su cuerpo, clavándole rodillas y codos en los rincones más inoportunos… ella normalmente le preguntaba antes, ¿Cómo está tu espalda para jugar a las montañas azules? De sus otros dos hermanos, el otro trillizos había muerto hacia unos meses y la otra, ya mayor, no veía el momento de jugar con su hermana pequeña nunca.

Había sido un mal año. La enfermedad de la niña, la muerte inesperado del hermanito… Llegaron las Navidades y apenas había ilusión en el ambiente, pero ellos se merecían que nada cambiara.

Era Navidad, pero ya se acababa, quedaba tan solo la Cabalgata y el día de Reyes, la noche de la ilusión y el día de las sorpresas. Un día emocionante para los niños.

Papá, ¿a qué hora vamos a ver la Cabalgata? Pronto. cariño, ya mismo nos arreglamos y nos vamos a vierla. Este año me han dicho que los Reyes van a tirar más caramelos que nunca.

Todos se pusieron guapos. Mamá, papá, los dos trillizos. La mayor iba por otro lado, por el suyo. Haciendo de tripas corazón sacaron los padres su mejor sonrisa y se encaminaron hacia las calles repletas de gente donde tradicionalmente esperaban al Real Cortejo. Las carrozas ya iban llegando a donde se colocaron y de pronto empezaron a caer caramelos del cielo. Se peleaban para coger los más posibles para sus hijos entre el griterío, la música, las risas.

Cuando acabó vió la cara de felicidad de su niña, cubierta de caramelos y diciéndole, “papá, ahora hay que ir corriendo a casa, que tienen que venir los Reyes…”. Sí hija, vamos corriendo y en cuanto lleguemos a dormir, que si los Reyes os ven despiertos se irán sin dejar nada. Sí, sí, papá, mamá, vamos, rápido…

Se acostaron los niños, los tres, y ellos dos quedaron colocando cuidadosamente los juguetes y regalos bajo el árbol de Navidad y por todo el salón, repartidos. Ellos sí se acostaron tarde, a pesar que este año había que poner regalos para uno menos.

Y temprano, por la mañana, apenas cuatro horas después de que ellos se fueran a dormir, la pequeña llegó a la cama donde dormían. ¡Papá, mamá, hay que levantarse ya a ver qué me han dejado los Reyes! Cansados, con sueño, se levantan y van todos al salón, los cinco ahora, sin él, que estará viéndolos desde arriba, y ,todos riendo y emocionados, van abriendo uno a uno los paquetes que han dejado sus Majestades los Reyes Magos de Oriente.

Y entonces, en ese preciso y precioso instante, pensó: esta batalla tengo que lucharla hasta el fin. La gane o no.




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