Este artículo, torpemente pergeñado por este humilde juntaletras aficionado, me malicio tendrá aún menos lectores de lo habitual, y ello porque me temo que a todos aquellos posibles, aunque improbables, lectores de menos de cuarenta, o incluso cincuenta años, les sonará, como se suele decir, a chino.
Y es que yo me crié, como tantos y tantos de mi generación y anteriores, e incluso alguna posterior, con la presencia constante y benefactora en nuestras vidas de ese llamado “Séptimo Arte”, es decir, del cine. En mi infancia y adolescencia podía yo ver en las salas de cine, en pantalla grande y a oscuras, películas como Lo que el viento se llevó, Ben-Hur, Quo Vadis o La Túnica Sagrada cada Semana Santa, o Los Diez Mandamientos, a la que nos llevaban casi cada año los curitas Salesianos en cuyo colegio yo estudiaba. En fin, piezas maestras como Los tres mosqueteros, Doctor Zhivago y tantas y tantas otras.
El cine era parte consustancial de nuestras vidas. A través de él nos asomábamos a otras vidas más divertidas y aventureras que las nuestras y asistíamos a dramas familiares o comedias alocadas con las cuales vivíamos, al compás de sus protagonistas, los mismos sentimientos que ellos sentían, sufrían o disfrutaban en el celuloide.
Yo pienso que el cine, aparte de divertirnos, distraernos, envolvernos en intrigas detectivescas o hacernos pasar miedo viendo las películas de la Hammer o las de Bela Lugosi o Boris Karloff, a esos niños y jóvenes, luego adultos, nos enriqueció. Pienso también que nos mejoró espiritual y materialmente, que nos facilitó armas y recursos para enfrentarnos a la vida y que nos hizo más sensibles, nobles y soñadores, cuando soñar es tan importante muchas veces para seguir viviendo a pesar de los reveses de la vida.
Y pienso también que las generaciones de hace unos (bastantes) años acá, carecen en buena parte de todo esto. Que no sueñan, que los ídolos que siguen ya no son héroes o heroínas cinematográficos de noble actitud ante la vida, sino cantantes de Reggaeton con un pasado de traficantes de droga o modelos anoréxicas sin nada en la cabeza más que lo material, el enriquecimiento rápido y sin esfuerzo y una radical ausencia total de esos valores superiores que, entre otras muchas cosas, nos enseñaban esas películas en glorioso blanco y negro o en sublime Technicolor….
Pondré dos pequeños ejemplos de lo que yo creo influjo del cine en la vida o quizá también, de la vida en el cine:
El reciente drama de Julen, el niño caído a un pozo en Málaga, volvió a poner de manifiesto cómo los periódicos y, sobre todo, las cadenas televisivas, con tal de conseguir un punto más de audiencia, se hundían hasta el cuello en la ciénaga de la explotación del morbo removiendo los más bajos instintos de los televidentes y lectores de esos medios.
¿Es que ninguno de esos redactores, periodistas, presentadores (masculinos o, muy especialmente, esas “reinas de la mañana” televisivas) y “comunicadores”, había visto, al menos una vez en su vida, esa obra maestra de Billy Wilder llamada El Gran Carnaval? Porque, de haberla visto, sentirían la misma invencible vergüenza de sí mismos que sentía Kirk Douglas al final de ese film. Los que la han visto sabrán de qué hablo.
Del mismo modo hojeando ese magnífico, y estéticamente bellísimo libro llamado Bocetos para la Historia, del gran Augusto Ferrer Dalmau, con textos de la académica andaluza de la Historia María Fidalgo, no pude menos que pensar que para pintar esos cuadros Dalmau tenía que haber visto, y disfrutado, y no una, sino miles de veces, como yo o tantos otros, la Trilogía de la Caballería del maestro John Ford. Sólo habiendo sido testigo de la grandiosidad del Monument Valley, y de la heroicidad y nobleza de sentimientos del John Wayne de La Legión Invencible o la disciplina, el rigor y el coraje, a pesar de su amargura por haber sido degradado, del comandante Owen Thursday, interpretado por Henry Fonda en Fort Apache, o, en fin, la bonhomía de, otra vez, John Wayne en Rio Grande, se pueden imaginar y concebir con tanta belleza y precisión esos bocetos y cuadros que tanto nos enseñan de valores olvidados como la disciplina, la valentía, el amor a la patria y a la familia, la fe en la victoria o la dignidad en la derrota.
Llámenme carca, pero estoy convencido que lo que le falta a este mundo en el que vivimos es más John Ford, más Frank Capra, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Billy Wilder o Fritz Lang.
Pero no resucitarán, y, de poder hacerlo, regresarían raudos a sus tumbas.
Las cookies necesarias son absolutamente imprescindibles para que el sitio web funcione correctamente. Esta categoría sólo incluye cookies que garantizan las funcionalidades básicas y las características de seguridad del sitio web. Estas cookies no almacenan ninguna información personal.
1 Comment
Precioso, de gran sabor. Contiene el familiar aroma de un tiempo en el que las ficciones ejemplares nos animaban a convertirlas en realidad. El cine acababa donde podían empezar nuestros esfuerzos. ¡Qué bonita lectura!