Según el Foro de Davos, una ola de inmigración de al menos 1.000 millones de personas habrá de ser acogida en los países occidentales hasta 2030, una cantidad dos veces superior a la toda la población actual europea, que es de 450 millones de habitantes, de los cuales, en la actualidad, un 5%, alrededor de 22 millones de personas, no son ciudadanos europeos.
Si se cumplieran los deseos de esa élite oscura, en 10 años Europa desaparecerá por completo, no sólo sus catedrales y todos sus símbolos externos, sino también sus valores, sus leyes, sus costumbres, derechos y libertades y todo el cúmulo civilizatorio agregado a lo largo de siglos en consonancia con su Historia.
En cifras macro no puede haber ni la menor duda de lo que digo, pero en términos micro la cosa es aún más abrumadora y, por qué no decirlo, acojonante.
A las muchas ocasiones en que el ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones (obsérvese que hasta en el nombre del Ministerio la Seguridad Social queda atrapada como por un cepo entre la inclusión y los inmigrantes) ha reivindicado la necesidad de que nuestro mercado laboral incorpore al menos a 3 millones de inmigrantes de aquí al año 2030, viene a sumarse ahora la ONG Intermón-Oxfam, la misma que aún mantiene pleitos pendientes por los abusos sexuales a menores dentro de su organización.
De 8 a 9 millones de inmigrantes hasta 2050 en un país que tiene actualmente casi 4 millones de parados y otros 700.000 en ERTE, es algo tan esotérico e inexplicable que parece surrealista, máxime si se tiene en cuenta que cada vez se exige una mayor cualificación específica y especialización para incorporarse al mercado laboral, algo completamente inesperable en una masa de inmigrantes irregulares que saltan las vallas o llegan en pateras sin apenas formación y sin el menor ánimo de integración ni de contribuir a sostener el sistema de pensiones, sino con el interés esencial e inmediato de recibir las coberturas del Estado en todos los ámbitos.
Nadie ha logrado explicar aún cómo se pueden necesitar 3 millones de inmigrantes cuando lo que parece obvio es que se necesitan otros tantos millones de puestos de trabajo sólo para la población actualmente existente. Y otros 3 millones más si de verdad llegase a nuestro país esa oleada. Ni siquiera el progresivo envejecimiento de la población actual, con unas tasas de natalidad suicidas, explicarían suficientemente la necesidad que se proclama y tal vez por eso se han dado tanta prisa en promover una Ley de Eutanasia que, lejos de pensar en los casos singulares, extremos y excepcionales de una dolencia intolerable como la de Ramón Sampedro, parece diseñada para eliminar masivamente a la población envejecida por falta de cuidados paliativos suficientes.
Lo mismo ocurre con la eliminación de la llamada Educación Especial en colegios adecuados bajo la excusa de que pasará a integrarse en la educación normalizada, lo que equivale a dificultar de tal modo la integración de esos casos que la tendencia inevitable de casi cualquier familia será prescindir de ellos, ya sea favoreciendo el aborto o, bajo el argumento de que se trata de dolencias incurables y calamitosas, proceder a su exterminio, igual que hicieron los nazis.
He repetido muchas veces que los Estados no pueden ni deben tener emociones, sino meros intereses que defiendan a sus ciudadanos. Al Estado no le es exigible ni siquiera la solidaridad, de la que tanto gustan de hacer gala los políticos demagogos, que parecen mercachifles de los sentimientos individuales y colectivos que ellos interpretan a su modo.
Como bien decía un rico empresario en la serie danesa de TV “Borgen” a la primera ministra de su país, “Usted vive de la opinión de los ciudadanos y nosotros los empresarios de las consecuencias de esas opiniones”, de modo que para defendernos del Estado están las leyes, que no es sólo un instrumento coactivo y limitador para los individuos, sino que ha de ser también una forma de limitar al propio Estado.
Está llegando la hora de que tomemos conciencia de que la verdadera promesa electoral no ha de ser lo que los políticos piensan hacer por nosotros, sino el compromiso sobre lo que no harán bajo ninguna circunstancia: o sea, un compromiso a no hacer nada, porque cada ocurrencia nos sale por un pico y nos jode la vida otro poco.
O los políticos se imponen límites y líneas rojas a sí mismos o seremos los ciudadanos los que tendremos que salir a pelear contra el Estado.
He dicho.
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