La céntrica y sevillanísima calle Cuna alberga una historia tan fascinante como terrible, de la que proviene su nombre. Nos la recuerda un antiguo azulejo, escrito en latín. Su traducción estremece:
“QUONIAM PATER MEUS ET MATER MEA DERELINQUERUNT ME…” (“Porque mi padre y mi madre me abandonaron…”), “…DOMINUS AUTUM ASSUMPSIT ME” (“…el Señor del Cielo me recogió”).
En el año 1.627 la Iglesia instaló allí la “Casa Cuna de Niños Expósitos”, donde ingresaron innumerables criaturas. Resulta triste exponerlo, pero lo cierto es que muchas de estos niños fueron hijos no deseados de prostitutas de lujo de adinerados caballeros de Sevilla, que se desentendieron de ellos abandonándolos, recién nacidos, en un torno de la Casa Cuna, para ser recogidos por las piadosas manos de las monjas que se hicieron cargo de su educación y cuidado.
Y allí mismo, justo allí, cierta empresaria con pasta, a quien que ni le interesa ni conoce esta historia que forma parte del alma y la identidad de Sevilla, ha abierto un establecimiento en el que (hablo abiertamente, con el permiso de mis lectores) se puede comer, en forma de goofre, un coño o una polla.
“La Verguería” se llama el establecimiento, como burda expresión derivada de verja, falo, pito, minga, cipote, nabo… en versión animal, invitando a la clientela a un sexo bestial y sin alma, a una sexualidad sin compromiso ni entrega.
Hablando en plata: el antiguo torno donde desde el siglo XVII se abandonaban a su suerte a nuestros ancestros cuando eran bebés, provenientes de juergas de ciertos señoritos pudientes de Sevilla, que se servían de las mujeres como bestias para el placer, ahora se sirven aperitivos en forma de pene o de vagina, con salsas que emulan orgasmos, a disposición de quienes les hacen el juego a una sexualidad por diversión, igual que los antiguos señoritos, que si a consecuencia del juego se presenta una barriga, se le da matarile en clínicas de eliminación de embarazos y vidas (4.544 en nuestra provincia en el pasado año).
Voy de frente: soy católica. Y también soy la primera en reírme de mí misma y de chistes verdes en contextos de reuniones en que así se tercie. Pero jamás haré el juego a una cultura de miseria moral del ámbito más digno de la persona.
Sé que mis amigos cofrades de veras, los que se lo curran todo el año en sus Hermandades y también en Semana Santa, comparten conmigo mi indignación de que, en una jugada de marketing perverso, tal antro se haya abierto al público el 1 de abril, Jueves Santo, mientras que rememoramos la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo quienes creemos en Él.
Precisamente el Jueves Santo. Como vacilando con nosotros y echándonos un pulso a quienes, con nuestras faltas y defectos, llevamos la cruz al hombro detrás del Nazareno.
Y todo ello con el silencio cómplice del Alcalde Juan Espadas, el primero en colocarse junto al Arzobispo en la procesión del Corpus, pero dirigiendo (¡oh, hiprogresía!) un equipo de gobierno municipal que calla ante la desfachatez.
Una Alcaldía que permite que la empresaria de “La Verguería” merme la dignidad de uno de sus trabajadores (lo pueden ver disfrazado de mamarracho drag queen, arengándonos a comernos una polla) y que hace la vista gorda aunque el rótulo del establecimiento sea de color rosa, vulnerando un umbral mínimo de estética acorde al casco histórico, mientras que cualquier hostelero sabe del rigor del Ayuntamiento para que su fachada no desentone.
Es Pascua de Resurrección. Miremos con esperanza y apostemos por nuestra ciudad de Sevilla. Seguro que, más pronto que tarde, tendrá unos representantes públicos en nuestras instituciones con valores y con vergüenza. Seguro.
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