A mediados de los años 80, “doce hombres (y mujeres) anónimos sin piedad” tuvieron en sus manos la decisión de enviar a los principales jefes de la mafia neoyorquina a prisión y acabar así con 20 años de crímenes y violencia que asediaban a la capital y extorsionaban y condicionaban la libertad para los negocios en el núcleo del mundo capitalista.
Los jefes de los clanes de los Bonanno, los Gambino, los Genovese, los Colombo y los Luchese habían formado “La Comisión”, un auténtico consejo de administración unificado para controlar la actividad criminal, que parecía imbatible… , hasta que apareció una cuña de parecida madera, también italoamericano, Rudolph Giuliani, como fiscal del Distrito Sur de la Gran Manzana. Tenía 39 años.
Sólo 10 años antes había sido nombrado Jefe de la Unidad de Narcóticos y ascendido a Abogado Ejecutivo de los EE.UU. Ocho años más tarde, en 1981, tras unos años en Washington, a la edad de 37, se convirtió en asistente del Fiscal General de la Nación más poderosa del mundo, desde donde supervisó la totalidad de las agencias federales dependientes del Departamento de Justicia: la Oficina de Correccionales, la Agencia Federal contra las Drogas y la Oficina de Comisarios.
Tras tomar posesión como fiscal del Distrito Sur, se rascó la cabeza, nombró a dos jóvenes ayudantes de 29 años y uno de 30, y se puso al frente de un operativo descomunal de agentes del orden, incluyendo el FBI, para tratar de poner coto a los continuos desmanes y al caos que imperaba en la ciudad desde hacía casi 20 años por las actividades legales e ilegales de la Mafia.
Tras miles de horas de escuchas y seguimientos de decenas de agentes especialistas, se produjeron las detenciones oportunas y fueron llevados a juicio. Justo antes de que éste diera comienzo, Paul Castellano, “capo dei tutti capi”, un tipo ostentoso y hortera que gastaba gafas de oro y trajes de 2.000 dólares, fue asesinado por miembros de su propio clan, entre ellos John Gotti, que tomó el relevo de inmediato al frente de los Gambino.
Las sesiones del juicio se desarrollaron con el secreto temor de que los acusados pudieran quedar absueltos si uno solo de los miembros del jurado discrepaba del veredicto de culpabilidad, de modo que las defensas se centraron en estudiar a fondo y minuciosamente a cada uno de aquellos doce hombres (y mujeres) para desacreditar alguno de los cargos que pesaban contra los acusados.
Por el contrario, los tres jóvenes ayudantes de Giuliani estudiaron cada detalle para captar y mantener la atención de todos y cada uno de los miembros del jurado, conocedores de que no les bastaba con tener once votos a favor y uno en contra, porque entonces todo se derrumbaba y habría supuesto tanto como retroceder en la lucha contra el crimen otros 20 o 30 años.
Cinco días de silencio público se tomó el jurado para sus deliberaciones. Cinco días en los que Giuliani parecía envejecer a toda prisa, las esperanzas en un fallo de culpabilidad se debilitaban y las fisuras de las acusaciones temblaban o se abrían como simas.
El veredicto, sí, fue “guilty”, culpables de todos los cargos que les imputaban y las condenas alcanzaron en algunos casos los 100 años. Unos años después, tras un primer intento fallido, Giuliani fue elegido alcalde de la ciudad.
El sistema peculiar de equilibrios en la Justicia norteamericana es tan sumamente delicado como el que se adivina en este caso, donde un sólo miembro anónimo de un jurado puede cuestionar al completo la respetabilidad de un veredicto de suma gravedad para la nación entera, pero se toman tan en serio el derecho a la presunción de inocencia y el sistema mismo de justicia que cada pieza encaja en su sitio y no se entendería, menos aún se permitiría nunca, el bocado de asno que el PSOE de Pedro Sánchez, con un sospechoso vicepresidente investigado por un juez y a punto de ser imputado, se dispone a asestar a la democracia.
La frivolidad, la indignidad y los planes perversos de “dos tontos en apuros” no debieran tener, por sus meros intereses personales, el más mínimo recorrido, menos aún con sólo cambiar un artículo de una ley por la conveniencia casual de quienes, además, están bajo sospecha y mediante lo cual pretende modificarse y condicionar decisiones de la máxima importancia que abarcan desde la excarcelación arbitraria de condenados por sedición golpista a la más que previsible intención de prohibir partidos políticos por puro sectarismo o incluso convertirse en los vigilantes únicos de los comicios del futuro, pues de esos órganos depende también el nombramiento de la mayoría de los miembros de la Junta Electoral Central.
Es de tal calibre la aberración que pretenden estos dos secuaces de la mentira que a mí me sorprende que los partidos y hasta la UE no hayan decretado todavía el verdadero estado de alarma, que no sería el de los confinamientos por la pandemia, mero prolegómeno o ensayo de la que se nos viene encima, sino el de la implantación mediante un golpe de una dictadura bolivariana que es capaz de sostenerse con el apoyo miserable e ilegítimo de quienes se declaran enemigos de nuestra unidad como país y a esta hora aún no se han comprometido a proclamar el respeto debido a la Constitución.
He dicho.
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