Los balseros digitales en busca de la Isla Tortuga

Es difícil evaluar la dimensión de lo que está sucediendo ahora mismo en las redes sociales, pero resulta fácil detectar un movimiento migratorio y un runrún de “balseros digitales” que desean emigrar en estampida, como una manada de ñúes.

El hartazgo y la desconfianza los genera el hecho de que las plataformas de soporte de la comunicación y transmisión de contenidos se han privatizado desde el origen por la puerta de atrás con la tonta idea de que se trataba de clubes privados que tenían reservado el derecho de admisión.

Desde esa perspectiva de la propiedad privada, casi nada que alegar, pero lo que en principio fue una sala de cotilleos entre universitarios, en apenas unos años se ha convertido en un operativo colosal en régimen de cuasi monopolio que aglutina el control de la información y de casi todo lo que configura los imaginarios colectivos a nivel local y también planetario.

El equivalente de lo que digo no es, como mucha gente piensa, que todas las televisiones pertenecieran a unas pocas manos y se hubiesen puesto de acuerdo en emitir un mensaje único sin lugar a la discrepancia, aunque en algo se parece a eso, sino que más bien es como si esta gente hubiese privatizado el éter.

O lo que es peor, equivale a que las compañías telefónicas, como dueñas del soporte técnico, espiasen nuestras conversaciones y procedieran a interrumpir nuestras charlas en función de la manera de abordar lo que queramos, mientras los algoritmos llamados “verificadores” actuasen como auténticos cocodrilos al acecho contra los ñúes disidentes o como tiburones contra los balseros que en mitad de ese océano tecnológico tratan de alcanzar una playa más segura.

Ni Facebook, ni Twitter. ni Instagram, ni Whatssap, etc son dueñas de los contenidos, por más que puedan serlo de la plataforma que da soporte al intercambio, sea personal, comercial, político o cultural, así que no son medios de comunicación “strictu senso” que pudieran permitirse una opinión editorial ni editorializante sobre lo que se vierte en ellas. Si pretenden hacerlo, tendrían que ceñirse a las reglas de cualquier otro “mass media” y no podrían monopolizar ni actuar a su capricho sobre la producción ajena que no les pertenece. Por eso he defendido siempre que cuando colgamos algo en Facebook no lo “publicamos” sino que lo “difundimos”, en un esfuerzo vano por deslindar ambos conceptos.

La consideración legal de dichas plataformas es muy otra precisamente porque son (o debieran serlo) apenas un soporte neutral, como lo es el cable telefónico, el satélite o el aire a través del cual se expanden los sonidos que emitimos, pero estos tipos se comportan como dueños de lo que respiramos y donde transmitimos nuestras voces, o como propietarios exclusivos del agua que bebemos y de los mares en los que nos bañamos.

Las redes sociales, entendidas como una sala inmensa donde cada cual exponía lo que le daba en gana, nacieron envueltas con el papel de regalo de las metáforas y las palabras hermosas, resumidas en la expresión empleada en 1968 por el teórico Marshall McLuhan: “la aldea global”.

Pero McLuhan, convertido por el tiempo en profeta y visionario, expuso sus presagios sobre la comunicación audiovisual y digital no siempre como una loa, sino que más bien nos advertía de los riesgos que entrañaba para el ser humano el nuevo paradigma de la información por estas novedosas vías que vaticinaba, en cuanto individuos y en cuanto integrantes de una sociedad de masas: “El cambio tecnológico no es inevitable -anotó- si entendemos sus componentes y sabemos cómo contenerlo y hasta apagarlo para protegemos de él cuando sea necesario”. Parece que la advertencia de esto último se nos había olvidado.

El comunicólogo canadiense, que prefería los periódicos, los libros y las revistas y en su epitafio figura inscrita la frase bíblica “La verdad os hará libres”, avisó de los riesgos que entrañaba separar la comunicación de la palabra escrita y destacó los peligros del impacto de la TV en los niños, “que no se debe tanto a su contenido como a la forma en que lo transmite, a los puntos de luz proyectada hacia el televidente, carencia de detalle, a su movimiento y sonido, que crean una atmósfera envolvente y una experiencia táctil además de visual”. Nótese que, a efectos digitales, la sociedad entera es una masa infantilizada donde todos nos comportamos como niños insensatos.

Para McLuhan, “la forma en que adquirimos la información nos afecta más que la información en sí misma”, lo que resumió con su célebre frase de “El medio es el mensaje” y lanzaba la hipótesis desconcertante del “retorno del hombre a una sociedad de tipo tribal a escala planetaria y a una existencia audio-táctil”.

30 años después, en1998, también Giovanni Sartori abundó en los riesgos de la comunicación audiovisual en su libro “Homo videns. La sociedad teledirigida” y afirmaba que el cerebro humano había entrado en una regresión evolutiva que le impediría sostener la atención sobre mensajes escritos o audiovisuales complejos que se prolongasen por encima de un minuto o poco más.

Sin la palabra escrita, la Humanidad corría ciega hacia atrás y sin frenos, lo que explicaría no sólo la presencia de un majarón disfrazado de sioux en un pretendido golpe de Estado, sino que millones de personas se traguen semejante patraña y crean en serio haber asistido desde el sillón de su casa a un intento de demolición de la democracia más potente de la Historia.

Los intentos por destronar del cuasi monopolio a las redes sociales han resultado infructuosos de momento por el insuficiente aparataje legal y por la dificultad de actuar sobre un intangible de carácter planetario, de modo que ni las multas les acobardan y, conscientes de su poderío, se han lanzado a desafiar incluso al emperador, al que han rodeado con toda clase de censuras y manipulaciones.

Los balseros digitales, asustados en su destierro de bloqueos y censuras, vagan ahora mismo en busca de refugio en las cuevas de los esqueletos y en las viejas dársenas piratas de las Islas Tortuga.

He dicho.




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