Las vírgenes del sol y su tesoro

En 1911, el joven arquitecto hawaiano Hiram Bingham, licenciado en Yale y casado con Alfreda Tiffany, la rica heredera del imperio joyero, partió con una expedición hacia el Cuzco con la vaga esperanza de encontrar la mítica ciudad perdida de Vilcabamba, en la cordillera andina. Casi por casualidad, un muchacho le indicó en dirección hacia el monte Huayna Pichu y, ascendiendo por sus faldas, una mañana nublada y de lloviznas entró en la ciudad abandonada de Machu-Pichu, donde se encontró con un fabuloso tesoro encerrado en el secreto de los siglos y que fue desvelado al mundo.

“De repente me encontré parado frente a las paredes de una ruina y casas construidas con la mejor calidad del arte inca. Las paredes fueron difíciles de ver ya que los árboles y el musgo habían cubierto las piedras por siglos. Pero en la sombra del bambú y trepando los arbustos estaban las paredes visibles hechas de bloques de granito blanco cortados con la más alta precisión. Encontré brillantes templos, casas reales, una gran plaza y miles de casas. Parecía estar en un sueño”, anotó Bingham en su diario. También encontró una inscripción en un ventanal en el que podía leerse “Lizárraga 1902”, señal inconfundible de que alguien había estado allí antes que él.

Bingham, en quien está inspirado el personaje cinematográfico de Indiana Jones, quedó marcado para toda su vida y la ciudad-santuario del Tahuantinsuyu se le convirtió en una obsesión. De allí extrajo más de 46.000 piezas arqueológicas que envió a Yale, muchas de las cuales terminaron en Museos de medio mundo, entre ellos el Británico y el del Louvre. Sólo se devolverían de regreso a Perú unas 300 a lo largo del tiempo.

En Egipto ocurrió de modo parecido en infinidad de ocasiones con aquellos hallazgos que escaparon de la depredación de los forajidos a lo largo de milenios y es obvio que, al menos desde la Ilustración a nuestros días, aquellos expolios supusieron salvar en buena medida de la rapiña local la destrucción de los tesoros legendarios de la Historia, más allá de que nuestra civilización haya ido ampliando un debate y toda una panoplia jurídica sobre a quiénes corresponde la custodia y conservación de aquellos restos históricos y sobre los crímenes contra el patrimonio cometidos, por ejemplo, por los salvajes yihadistas locales en lugares como Palmira, Bamiyán, Tombuctú y otros muchos yacimientos alrededor del mundo.

De repente, llega un tipo a la Presidencia de la República del Perú, como caído de un guindo, y proclama que los nativos en los Andes vivieron cuatro milenios y medio en armonía, hasta que aparecieron en aquellos lugares… (hace pausa dramática, con el actual Rey de España de cuerpo presente) “¡los hombres de Castilla!”. Lo más grandioso de todo el asunto es que el mamerto se apellida Castillo, ¡Pedro Castillo!, y tiene suaves rasgos de mestizo que le harían acreedor sanguíneo, como mínimo, de todas las culturas que atravesaron aquellas montañas.

El populismo tiene estas cosas, como hemos visto antes en el caso de AMLO, Andrés Manuel López-Obrador, en México, quien también destaca por sus apellidos marcadamente aztecas, o tal vez tlaxcaltecas, que exige que España pida disculpas, olvidando, por supuesto, que aquellos puñados escasos de españoles del siglo XVI que alcanzaron tan lejanos lugares necesitaron del concurso de otras tribus nativas que pretendían liberarse del yugo brutal de sus reyes y emperadores. Aunque igual de populistas son los silencios y las encerronas en las que continuamente mete el Gobierno de Sánchez al Jefe del Estado, S.M. el Rey Felipe VI, cabría recordarles a estos adoradores del fuego ancestral, tan propios de la disolvente era de Acuario y del jipismo de juguete que practican, que todo lo que son en la actualidad procede en mayor medida de la herencia española o de la música polifónica que de los monocromos sonidos extraídos por tipos emplumados a una caña de bambú atada con una guita.

Al tal Pedro Castillo, un bocazas comunista que ya ha anunciado que expropiará el 90 por ciento de las empresas privadas del Perú como prólogo a la miseria colosal que se les avecina con el aplauso podemita en la lontananza, se le escapan algunos pequeños detalles en su idílica descripción del Tahuantinsuyu, como, por ejemplo, que entre los hallazgos de Bingham en Machu-Pichu, ciudad inexpugnada y nunca pisada por los españoles, se encontraban cientos de cadáveres momificados de las llamadas “vírgenes del sol”, niñas y mujeres convertidas en sacerdotisas, consagradas desde edad muy temprana a la adoración del Pachacamac y de la Pachamama a las que a menudo se enterraba vivas en vasijas de barro como ofrendas al astro-rey o eran arrojadas desde las montañas a las gargantas verdes abisales del río Urubamba. Un análisis posterior de aquellas momias reveló sin ningún género de dudas que la mayoría de las “vírgenes del sol” habían padecido… la sífilis. Verás cuando se entere Irene Montero…

He dicho.




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