Con dolor en el corazón, cuando mi hijo Luis cumplió tres dulces añitos lo apunté en una guardería.
Se me quebraba el alma. Se me hacía añicos cuando lo despertaba de sus sueños infantiles y, sobre todo, cuando él berreaba inútilmente para quedarse conmigo, porque no quería entrar en esa prisión ni jarto güisqui.
Uno se preguntaba si aquel ser adorable no estaría mejor siendo malcriado por sus abuelos, como Dios manda, sin hacer ni el huevo patatero y viviendo a todo trapo sus mañanas, como Zeus en el Olimpo, en vez de abandonarlo al cuidado de unas profesoras magníficas, pero extrañas para él.
No había otra. Las circunstancias mandaban y, mal que me pesara y haciendo de tripas corazón, lo dejaba allí cada mañana, chupándose el pobre más horas de talego carcelario que el Conde de Montecristo.
Por temas laborales andaba uno por aquel entonces tan estresado como el fontanero del Titanic, y un día metí la pata.
Me levanto, es un poco tarde, corriendo lo despierto y lo voy vistiendo, a la vez que pongo el café y la tostadora, me ducho en un santiamén, meto en su mochila un tupperware con una caña de chocolate y me lo llevo a la guardería.
¿Una caña de chocolate? No. Con las prisas y con el ajigonamiento que me genera el sueño mañanero, resulta que le endoso, sin darme cuenta, los avíos del puchero. Ahí. Como suena. Con dos coone.
El caso es que cuando salgo del curro para recoger al rey de mi casa, allí me está esperando. Una chica joven encargada de la guardería. Enjarretada y con más mala cara que un chino con estreñimiento.
Nada de decirme buenas tardes ni de hablarme con un mínimo de respeto.
– Eres el padre de Luis, ¿a que sí?
– Sí, lo soy.
Descarada y prepotente, me tira a los pies el tupperware de mi hijo de mala manera, a la vez que me increpa.
– A cualquier cosa le llaman padre.
– Perdona, te estás pasando.
– Tu sí que te has pasado, papá pringao. En vez de dejarle a tu hijo un postre, le has traído recortes de tocino y morcilla. Coge al niño y ya te estás largando, so sinvergüenza.
No quiero responderle. No quiero dar mal ejemplo a las cuarenta inocentes criaturas que son testigos de semejante violencia verbal. Oídos sordos a palabras necias y me piro para Venecia.
Voy hacia el coche con Luisito mientras él me advierte.
– Papá, los niños dicen que leche de esa mujer no es buena.
– ¿Qué dices, hijo?
– Que leche de mujer es mala mucho.
Entramos en el vehículo. Cuando, en ese mismo momento … ¡¡PACK!! ¡¡PUM, PUM!! ¡¡PACK, PACK, PACK, PACK!! ¡¡POM, POM, POM!!
Se disparan todas mis alarmas con las pulsaciones a mil al sentir el repiqueteo sin tregua de impactos en mi Renault …
– ¡¡Agáchate, hijo!! ¡Alguien nos está disparando!!
– No, papi. Ya te dije que ella es mujer de muy mala leche. Ha mandado a los niños a que nos tiren naranjas.
Es cierto. Las naranjas estallan en capó, techo y ventanas, dejándome bonito el coche. Y allí la veo. Carcajeándose y orgullosa de su faena.
“Algún día me vengaré”, mascullo entre dientes y conteniendo mi rabia.
Ha pasado el tiempo. Mi hijo es universitario y un servidor peina algunas canas.
Y resulta que hoy la tengo aquí delante. Más talludita pero la reconozco. ¡Vaya que si la reconozco!
Pidió una cita en la administración en la que trabajo.
No aburro a mis lectores con el tema. Solo les diré que a la bruja se le ha pasado el plazo para aportar la documentación preceptiva para conseguir cierta licencia de la Junta de Andalucía.
Sé que me ha conocido. Ella misma se delata. Palidece al entrar en mi despacho y tartamudea al saludarme.
– Ho … hola. Bue … bue … buenos días, señor funcio … señor funcionario.
En bandeja y botando. Así me pone la vida mi añorada venganza, je, je. Delante de mis narices.
Tengo la sartén por el mango y ella lo intuye. Basta con no mojarme con su asunto. Ya saben: ¡Vaya!, ¡qué lástima! El plazo cumplió hace una semana y la resolución denegatoria la puse esta mañana en la mesa de la Directora General, ya no puedo hacer nada. Cuanto lo siento estimada señora, bla, bla, bla y tal y tal.
Me río para mis adentros. Venganza quiero en plato frío, que se disfruta más.
Por ello, para pensar en mi revancha más cruel, le pido que haga el favor de esperarme cinco minutos, que tengo que ir al baño y enseguida vuelvo.
Me topo con Toni, buen compañero y buen confidente.
– ¡Que contento te veo, Pepe! ¿Te ha pasado algo?
Le cuento con señales y con pelos el bombardeo de naranjas a pie de guardería hace dos décadas. Y que la casualidad me brinda un justo ajuste de cuentas con la autora. Y le pido consejo para humillarla del modo más sibilino y dañino.
Pero mi apreciado Toni me corta el rollo.
– Por favor, Pepe. Los dos defendemos que nuestros verdaderos jefes son los ciudadanos que se levantan a las seis de la mañana a trabajar para sostener el entramado administrativo.
Esa señora sobre la que estás pergeñando tu venganza es tu jefa. Tu jefa de veras. Empéñate en ayudarla. She is your boss. She is the boss.
Salto indignado. Le cuento que un naranjazo me destrozó el limpiaparabrisas y que la gente se reía viendo a mi coche hecho unos zorros, y que ya es hora de que sepa quienes mandamos aquí.
– Manda ella, Pepe. She is the boss.
Me estoy comiendo por dentro. Se va a enterar. No se irá de rositas. Se comerá el marrón de la denegación de su solicitud. Por mala.
Entro en mi despacho con rostro grave. Allí aguarda la corderita. Una mosquita muerta. Quien la ve y quien la vió.
Suena un wasap. Piiip. Es de Toni. Directo y breve. “Te recuerdo Pepe: she is the boss”.
A veces el diablo pacta con el ángel de la guarda. Y deben estar negociando dentro de mi espíritu, porque se achica mi ánimo vengativo hasta quedar en agua de borrajas y chichinabo.
– Señora, como usted sabe el plazo ha concluído. Pero voy a intentar solucionarlo. Iré a hablar con la Directora General para que no firme la denegación. ¿Trae todos los documentos?
– Sí, todos.
– Se necesita una copia.
– ¡Uf! Lo siento, pero con las prisas por llevar a mi hija a la guardería se me ha olvidado.
“Hay que ser cínica”, pienso. Por un despiste casi me mata a naranjazos. Y ahora ella pide el ancho del embudo.
– No se preocupe, señora. Voy haciéndolas en la fotocopiadora.
– Muchas gracias. ¿Puedo ayudarle en algo?
Ahora. Ahora sí. La venganza del funcionario.
– Pues ya que lo dice, le agradecería que baje al mercado que esta aquí mismo y que me traiga diez kilos de naranjas. Yo se los pagaré.
– ¿No le parecen mucho diez kilos?
– Me encantan las naranjas. Para comérmelas, no para tirárselas a nadie. Y, pensándolo bien, me va a traer el doble: veinte kilos.
Ahora. Ahora la señora sabe que yo sé quien es ella. Y me responde con una sonrisa cortada y forzada y marcha a por las naranjas.
Toni pasa junto a mí y se ríe el cabritillo.
– Haciendo fotocopias para tu jefa, ¿verdad Pepe?
Le hago un cordial corte de mangas y continúo. Tengo que terminar las fotocopias y hablar con la Directora para que no firme.
Tragándome un sapo. De charca y bien gordo. Como se los han comido mis compañeros en tantas otras ocasiones.
Porque esta señora, la que ordenó a los niños que ametrallaran mi coche es mi jefa. La jefa. She is the boss. Que tiene coone.