Me alegró mucho coincidir el otro día con la opinión del profesor Félix Ovejero, quien, a propósito de los nacionalismos, hablaba del ejemplo vasco, “donde las víctimas van acobardadas por la calle y los asesinos son homenajeados. Hay que ir muy lejos en el espacio y muy atrás en el tiempo para encontrar una sociedad más podrida moralmente”, añadía.
Desde hace lustros mantengo que, efectivamente, no hay un caso de putrefacción y patología más severa en toda Europa que el de la sociedad vascongada, muy lejos de la segunda, donde todos los ‘actores’ han terminado por aceptar ese statu quo que les administra los roles y a las víctimas les obliga a guardar silencio para no crispar mientras los agresores se pavonean ante el resto.
Una sociedad enferma como ninguna, que ha aceptado interpretar el papel de sordos y mudos, sin serlo, por mero espíritu de supervivencia y que elude cualquier compromiso moral con la realidad, la cual ha dejado de ser algo externo y objetivable y se ha enfundado en el fango de la intimidad silenciosa, escondida en el lodazal, como hacen los cangrejos o las navajas, para sólo dejar escapar una burbuja de aire, ya viciado, hacia el exterior en la hora de las elecciones. Y cuando eso ocurre es apenas, todavía, para sostener a un partido que ha hecho de la doblez miserable, extorsionadora y charcutera toda una obra de arte del transformismo.
Calla la sociedad vascongada, chantajeada hasta la náusea, a cambio de prestarle apoyo a quienes han hecho del cinismo una forma de vida o una manera de mantenerse a salvo de las amenazas. Incluso en el PP llegaron a infiltrarse los ‘pulpos’ y ‘camaleones’, deseosos de mimetizarse con el paisaje para no levantar aristas ni sospechas.
El País Vasco es el mayor campo de concentración que ha existido nunca en el continente, al menos desde que se hundió la Unión Soviética, y todos tratan de sobrevivir a este período infausto de las alambradas invisibles mientras los guardianes de los crematorios velan armas, por si acaso, a la vez que suman votos y complacencias. La gente agacha la vista y simula que allí no pasa nada, mientras los gudaris, encriptados o de pelo en pecho, pasean por el Congreso de los Diputados en busca de la carnada que les alimenta bajo las amenazas.
Al hilo de todo esto, alguien me sugiere que tampoco el independentismo catalufo se queda atrás en lo que a gravedad de la patología se refiere, pero creo que se equivocan, porque en Catalumnia es verdad que el nacionalismo realiza parecidos esfuerzos, como corresponde al caso, puesto que el mal es el nacionalismo, per se, y en ello no encuentro grandes diferencias con ‘lo vasco’, pero nótese que hablo de la sociedad misma, no tanto del virus que ocasiona el daño.
Y en Catalumnia el daño afecta a una parte importante del grupo, no lo dudo, pero el conjunto de la sociedad catalana no se ha rendido, como sí ocurre en el caso vascongado, y aún disiente o vive con la anomalía a cuestas.
Aunque cotidianamente en Catalumnia mucha gente calla para no espantar y volver a casa, no hay esa dosis letal que ha incorporado la amenaza, el silencio o la sumisión como norma de comportamiento. Aún hay esperanza de que no se extienda y de que la sociedad resista para no convertir en normalidad la anomalía, cosa que la sociedad vascuence, en general, practica ya con desparpajo y cuyos coj… del topicazo bilbaíno para nacer donde les sale de las narices cuelgan ya del árbol de Guernica, convertidos en una habladuría de chistosos.
Los que vencieron al tópico tuvieron que aceptar el destierro y exiliarse a otros lugares de España. Todos los demás, callan y agachan la cerviz de la conveniencia y, cuando llega el caso, si es preciso, hasta ensayan unas palmas sordas, tal vez sin entusiasmo, ya digo, pero que les permita librarse de la celda de castigo del gulag en el que han transformado ese trozo de España.
Frente a todo eso y por una vez, Pablo Casado, presidente del PP, quiso ensayar una fórmula magistral presentando a Cayetana, primero como candidata en las elecciones catalanas y luego emitió el mensaje esperanzador de nombrarla portavoz del Grupo Parlamentario en el Congreso de los Diputados. La batalla de las ideas estaba asegurada, con un discurso claro y contundente, que nadie, salvo la embustera izquierda, tan hiperbólica cuando acecha el peligro, podía calificar de extremista o radical, a menos que puedas tachar de radical la Ley de la gravedad o la bondad de un Santo.
Sí, se puede ser extremadamente bueno, radicalmente compasivo y justo, pero eso escapa a la idea que uno pueda hacerse de todo extremismo o de todo fanatismo. Desde Tocqueville a nuestros días, como poco, la democracia y el estado de derecho han de ser radicalmente intolerantes con los intolerantes y extremistas con la vigilancia de la legitimidad y la legalidad, al amparo de las cuales deben crecer de manera radical la libertad y la seguridad de los ciudadanos libres e iguales.
Félix Ovejero, procedente del marxismo y acusador del reaccionarismo que crece en la izquierda al menos desde Zapatero, lo resumió así de bien a propósito del cese de Cayetana en sus funciones: “La descripción convencional lo presenta como un movimiento hacia el centro, hacia la moderación. No sé muy bien qué se quiere decir con eso. Desde luego, no se ajusta con las declaraciones de Cayetana Álvarez de Toledo mostrándose partidaria de un Gobierno de concentración nacional ni con sus críticas permanentes a Vox. El único modo de hacer inteligible la fábula de la Cayetana radical es si aceptamos el trastorno mayor de la política española, a saber, que uno se modera cuando está a bien con el nacionalismo, esto es, con aquellos que tienen como objetivo proclamado destruir nuestra comunidad política. Según parece, su radicalidad consiste en defender una España de libres e iguales. Volvemos al viejo turnismo de los dos grandes partidos, sostenidos por unos nacionalistas que señorean sus cortijos con la complacencia de los partidos nacionales”.
Ha dicho. Y he dicho
2 Comments
Como retrato impresionista queda muy bonito, y como intento de exorcizar o maquillar que lo que hay detrás es pura fobia… pues un poco peor.
En Euskadi los nacionales vascos no comulgamos con el terrorismo; a nosotros también nos ha hecho mucho daño moral.
Al igual que el nacionalismo español, que es todo eso que usted pinta (proyección psicológica clara) y mucho más, y mucho más grande, y muchísimo peor, y da mucho más miedo.
No más miedo que ETA: más miedo que el nacionalismo o la nacionalidad vasca de hoy, que simplemente es… un país más que siempre debió ser, como cualquier otro, sin que otro de más al sur lo quisiera fagocitar. De esa supremacía, tan tóxica enfermiza y caduca como fue en su día el dominio del hombre sobre la mujer, es de la que estamos librándonos en ese proceso que usted caracteriza con tanta bilis. Y que evidentemente no va a parar como no va a parar la liberación de la mujer, del LGBTI o de la persona de raza no blanca o etc, etc, con respecto de las minusvaloraciones atávicas, sistémicas y ancestrales que aún les y nos lastran.
Bienvenido y lamento que se identifique tan ajustadamente con la descripción del profesor Ovejero. Gracias por confirmar tan bien cuanto argumento. Saludos.