Hay calles en Sevilla por las que pasamos casi a diario y cuyos nombres nos acompañan como lugares de citas, trayectos habituales al trabajo o sendas para pasear, y de las que desconocemos su historia, el por qué de su rotulación actual, y que esperan pacientemente para sorprendernos un buen día, quizás cuando menos lo esperamos, con el motivo de su nombre.
Me ocurrió recientemente con una de las vías de la collación (nombre que se le daba a la distribución de calles alrededor de cada parroquia en tiempos del rey san Fernando) de san Nicolás, concretamente la calle Muñoz y Pabón, que une las calles Cabeza del Rey Don Pedro y Santa María la Blanca.
De entrada, confieso mi ignorancia hasta hoy sobre este personaje, de nombre Juan Francisco, que nació en Hinojos (Huelva) en 1866 y cuya memoria se ha conservado hasta nuestros días por varios motivos: ordenado como sacerdote, su pasión por la literatura le llevó a escribir un total de veinticuatro obras entre cuentos y novelas (tres de ellas publicadas tras su fallecimiento en 1920 a los 53 años), en las que puso de manifiesto la marcada jerarquización de la sociedad andaluza de inicios del siglo XX y que ambientó en lugares ficticios situados entre las provincias de Sevilla y Huelva. Imbuido del espíritu de la doctrina social de la iglesia que expuso León XIII en su encíclica Rerum Novarum, es el primer novelista andaluz que denunció las condiciones de vida y trabajo de los jornaleros andaluces.
Fue muy querido en los ambientes rocieros por haber promovido la Coronación Canónica de la Virgen del Rocío, y recordado en Hinojos por haber traído a su pueblo natal una imagen de Cristo atado a la columna tallada por Benito de Hita y Castillo, que había sido titular de la sevillana Hermandad de las Cigarreras. En el mundo de las cofradías de Sevilla se le recuerda por haber colaborado activamente en la famosa concordia suscrita en marzo de 1903 que limó las históricas asperezas que mantenían secularmente las hermandades de la Macarena y el Gran Poder, y por haber animado a la Hermandad del Valle a la renovación de la estética de sus pasos.
Su vasta cultura y su don de palabra le llevaron a ser nombrado canónigo de la catedral hispalense, siendo arzobispo de Sevilla el beato Marcelo Espínola, llegando a conocer el nombramiento del que luego fuera cardenal Ilundain, y desde su puesto realizó una de las manifestaciones más sonadas en la historia de la prensa sevillana a favor del pueblo gitano.
En efecto, el 16 de mayo de 1920, en el coso de Talavera de la Reina (Toledo), el toro Bailaor mató al diestro Joselito el Gallo. Tan popular matador, querido y admirado en Sevilla y muy vinculado a la Hermandad de la Esperanza Macarena, merecía unas exequias en una iglesia que pudiera acoger a todos los que quisieran asistir a su último adiós, por lo que se planteó realizar la misa corpore in sepulto en el templo catedralicio.
Es aquí donde el sector más conservador de la ciudad, la alta sociedad y aristocracia sevillana, se oponía a este multitudinario acto por el hecho de ser torero y además pertenecer a la etnia gitana, al entender, entre otras consideraciones, que se podía alterar el orden público dentro de la santa iglesia catedral y faltar el debido respeto a la sagrada liturgia.
El canónigo no se limitó a abogar ante su arzobispo por la celebración del funeral previo al sepelio de Joselito el Gallo, sino que lo defendió con ahínco, volcando lo mejor de su prosa literaria en un artículo en el diario “El Correo de Andalucía”, periódico católico de gran tirada, que había sido fundado en 1899 por el cardenal Espínola, hasta el punto de ser comentado en bares y tertulias de la época, movilizando a amplios sectores de la población que le hicieron llegar al arzobispo su respaldo a que las exequias debían celebrarse en el templo metropolitano.
Su prematuro fallecimiento, el 30 de diciembre del mismo año que Joselito el Gallo, con los pulmones empantanados de nicotina, le impidió gozar de la apoteosis regionalista de la demorada exposición iberoamericana de 1929, pues la vida, la obra y hasta el particular universo artístico, literario y sensorial del sacerdote onubense no se pueden entender sin el caldo de cultivo que prestaron los vientos del Regionalismo a favor de la renovación del culto en las hermandades, que cambiaron para siempre la Semana Santa de Sevilla.
Como agradecimiento a su esfuerzo para que aquella misa fuera posible, los sevillanos, por suscripción popular, le regalaron al canónigo una pluma de ave realizada en oro, que donó posteriormente a la Hermandad de la Macarena, y cuya titular luce ocasionalmente prendida de su saya en el transcurso de su estación de penitencia, con la que cada Madrugada de Viernes Santo nos escribe palabras de Esperanza el día de la muerte de su Hijo.
Alberto Amador Tobaja: aapic1956@gmail.com
4 Comments
Qué nunca ceses en tu curiosidad por todo y sigas compartiéndola con nosotros en estos entrañables artículos.
“Con la que cada Madrugada de Viernes Santo nos escribe palabras de Esperanza el día de la muerte de su Hijo”
Que final más apoteósico para un artículo entrañable!! Francamente precioso.
Gracias por compartirlo.
Amigo Alberto, lamento acudir con retrasado a tu cita semanal y se me acumula el trabajo.
Lo has descrito perfectamente. Para mí es una calle archiconocida en cuanto a que sé donde está, pero totalmente desconocida en cuanto a su origen. En este caso pues, tu narración me sirve para aprender historia de Sevilla, a todos los niveles …. incluso apreciar el gran contraste de comortamiento entre el señor canónigo y la “alta” sociedad y aristocracia sevillana.
En cuanto a la Esperanza, que no nos falte nunca.
Sevilla, tan rica como desconocida, hasta para los propios sevillanos.