En 1971, ya muy disminuido por su senectud y sus dolencias, cerca ya de cumplir 80 años, el dictador Francisco Franco acreditó tener conciencia exacta de la obra realizada cuando el general Vernon Walters, antiguo combatiente en África e Italia y a la sazón subdirector de la CIA, cursó una visita oficial a Madrid como enviado del presidente Richard Nixon.
El objetivo de aquel viaje (un año antes el propio Nixon había visitado nuestro país) no era otro que conocer la opinión del general y Jefe del Estado sobre lo que sucedería tras su muerte. En presencia del ministro de Exteriores, Gregorio López Bravo, le entregó una carta del presidente norteamericano en la que le rogaba a Franco que hablase a su homólogo con toda franqueza y confianza, si bien éste no sabía bien cómo plantearle la cuestión que traía como encargo.
Con visibles síntomas de Parkinson, además de otras múltiples afecciones, Franco se lo puso fácil y adivinó enseguida el asunto que quería tratar. Le aseguró que habría cambios previsibles en la sociedad más del gusto de Francia, Inglaterra o EE.UU. que quizá conducirían hacia la democracia bajo el Rey nombrado como sucesor. Habría, tal vez, pornografía, drogas y otro tipo de cosas imaginables, pero le recomendó que tuviera confianza en el buen sentido del pueblo español, ya que ninguno de esos cambios sería fatal. Transmítale confianza y seguridad al presidente, vino a decir, porque “mi obra más importante e imperecedera en más de 30 años no será el Valle de los Caídos ni ninguna otra similar, sino algo que no había en España entonces: la clase media”.
Sirva esto no como exaltación de clarividencia gallega ni como enaltecimiento de lucidez y de sus dotes de estadista, cualidades que sin duda tuvo y que aplicó con la parsimonia y la aparente voluntad de dejar pudrirse en su salsa a los más impulsivos, sino para clarificar por qué razón las pulsiones y corrientes social-comunistas tienen como empeño principal el empobrecimiento masivo y generalizado de la población a corto plazo y con urgencia.
Depauperar a la clase media, a los que tienen algo que perder, es la mejor manera de empujar a las masas hacia el abismo de la sinrazón y de los arrebatacapas., motivo por el cual el dictador de tintes totalitarios en la primera hora de la posguerra abandonó sin prisa pero sin pausa las pretensiones de los maximalistas y, a medida que logró transformar el tejido productivo con el aperturismo y las medidas desarrollistas de los llamados “tecnócratas”, en su mayoría ligados al Opus Dei, y bajo la batuta de Carrero Blanco como vicepresidente del Gobierno e incondicional apoyo de Franco, derivó hacia un limitado autoritarismo que se descomponía poco a poco y de modo natural a ojos vista, a medida que la sociedad se incorporaba a un Estado del bienestar de tintes paternalistas y reclamaba más amplias parcelas de libertad y participación política.
No trato de establecer un juicio sobre los hechos, pero resulta innegable, me parece, que las mejoras evidentes de nuestra economía, la progresiva incorporación al mundo occidental y una continuada apertura legislativa que desembocó en el proyecto finalmente aprobado de la ley de asociaciones políticas, lo cual terminaría en la aparición de diversos partidos tal como Franco temió siempre, mostraba a las claras que el camino hacia la democracia, con el empeño firme del futuro Rey Don Juan Carlos, resultaba irreversible.
Cabe decir, en este sentido, que Franco fue consciente de que buena parte de lo creado se disolvería como azúcar en el agua, pero, ya cansado, prefería confiar en que la clase media que su Régimen había propiciado ejercería de dique de contención, como ocurre en toda democracia, contra el cáncer comunista. Lo más curioso tal vez sea que ni siquiera estuvo equivocado al señalar con la retórica grandilocuente del Régimen y de su época en general, la hiperbólica amenaza perenne del globalismo y del comunismo, a los que él añadía como chivos diabólicos la masonería y los ataques a la moral y a los valores cristianos.
Puede deducirse de esto que las élites extractivas del poder y del dinero carecen de ideología y no son de derechas ni de izquierdas, lo que explica por qué motivo no es difícil que a menudo coincidan en parecidos o idénticos objetivos y la única lucha entre partes es nominal, un “quítate tú pa ponerme yo” que delimite y cierre el paso a otros aspirantes y luego bastará llevarse medio bien (lo que haya que llevarse) para eludir confrontaciones innecesarias y perjudiciales para ambos.
Así, no es extraño que un gran Banco patrocine toda clase de cursos y mamarrachadas sectarias de cualquier signo mientras sean sus impulsores quienes ocupen el poder, sin importarle las proclamas expropiadoras u otra clase de ocurrencias de sus patrocinados. Ellos se lo guisan y ellos se lo comen mientras no se pisen la manguera entre bomberos, no por favorecer el pluralismo, sino por llevarse bien (insisto: lo que haya que llevarse), pero sepan que la única fuerza capaz de frenar la infamia totalitaria es la clase media; repito, los que tienen algo que perder.
Franco supo que su Régimen moriría tarde o temprano y que, a medida que se avanzaba en calidad de vida, la expansión de la ‘enfermedad democrática’ sería inevitable, pero confiaba en que la clase media a su vez actuaría de medicina que protegiera a la sociedad (hijo de su tiempo y de su traumática experiencia) contra el verdadero mal de la miseria y la inevitable confrontación. El social-comunismo pelea por derribar los efectos de esa vacuna, como hizo en Cuba y más recientemente en Venezuela. Perú y España han iniciado ese camino que puede dejarnos a la intemperie.
He dicho.