Se viene hablando mucho en este país del poder judicial. Sobre el papel, un poder independiente. En la práctica, gobernado por un Consejo General del Poder Judicial más politizado que nunca. Un consejo instalado en la ilegalidad — un verdadero oxímoron, tratándose de lo que se trata —, dada su caducidad y la negativa a renovarse. Una negativa explicada por el Partido Popular sobre la base de la situación política. Un defecto que, en su momento, nos costó algunos enteros en la calidad de nuestra democracia y, por tanto, abandonar — temporalmente — el ranking de las «democracias plenas» que existen en el mundo.
Los jueces, al final, son gente. Ciudadanos. Y, como tales, tienen sus convicciones. Y sus ideas políticas. Ello les agrupa en organizaciones de signo más o menos conservador o progresista. Esto es, les sitúa a un lado o al otro de la profunda trinchera excavada en España en 1936 (y antes, incluso), que viene condicionando la vida política, intelectual y social de nuestro país tantas décadas después.
El lío judicial fue clave aquí, en Andalucía, en la maraña de los EREs y el gobierno del PSOE de Andalucía. Lo vimos todos: una buena parte de la estrategia de este partido fue la desacreditación de la jueza Mercedes Alaya y su presunta alineación con las tesis (o los intereses) del Partido Popular. Y, en relación a ello, cabe interpretar los desesperados movimientos de la entonces presidenta de la Junta de Andalucía y su Consejero de Justicia para apartar a la antes mencionada del caso, así como trocearlo y disolverlo situando en la instrucción a una jueza más afín.
¿«Lawfare» o ejercicio de sus funciones? Nada es verdad ni mentira, como en política.
¿Cabe deducir algo parecido de los gravísimos sucesos de Cataluña desde 2012 a septiembre-octubre de 2017? Podemos dejar fluir ríos de tinta sobre el conflicto preexistente y su manejo por el entonces presidente del gobierno de España, Mariano Rajoy. Sin embargo, pocas dudas caben hoy de que la conducta de tantos dirigentes independentistas fue delictiva. Al menos, en base a la legislación que nuestra judicatura tenía que aplicar en aquel momento.
El resultado, lo acabamos de ver. La investidura de Pedro Sánchez se hará con el acuerdo de los protagonistas de los hechos de 2017. A la luz de lo visto y oído, interpretamos que bajo sus condiciones. Unas condiciones de máximos. Y la principal, un proyecto de Ley de Amnistía que pone en entredicho toda la acción realizada por la judicatura desde 2012. Que nadie ha hecho nada, ni aquí ha pasado nada, vaya.
Pedro Sánchez puede esforzarse hasta el infinito en explicar («Pedagogía», «Relato») que esto se hace con la sana intención democrática de reconstruir la convivencia. Es imposible evitar pensar, empero, que le puede su voluntad de poder. Aunque sea al precio dictado por ex convictos y fugados de la Justicia. Poniendo así en entredicho uno de los pilares de la democracia en este país, como es el poder judicial.
En efecto, los jueces no son dóciles y, aunque cada uno es de su padre y su madre, todos tienen que ceñirse a las leyes. Con todo, cuando se pretende investir un gobierno sobre el perdón de delitos con la promesa de desarmar a aquellos que los condenaron, no podemos sino concluir que algo grave está pasando en esta nación. Y más aun si, en el acuerdo, el investido reconoce la posibilidad de que los jueces actuaran por intereses espurios, y no con objetividad y sometimiento a la Ley y al Derecho, al servicio de los intereses generales.