Ese desaforado gusto por la teatralización, esa aerofagia desmesurada por tratar de parecer original en cada inflexión de voz y cada gesto, esa pulsión irrefrenable por intelectualizar cualquier simpleza, ese afán por fruncir el ceño en la bufonada inane, esa obsesión por coleccionar topicazos artificiosos de serie B sobre los ricos, sobre el poder o sobre los problemas de Estado, sin percibir siquiera que hoy el rico, el que okupa el poder y el problema de Estado es él mismo, es decir, tanta impostura, terminará por costarle caro a Pablo Igeishas…
El caudillo de Galapagar, con su cohorte de querindongas esparcidas sobre el rellano de la democracia de Sánchez, opinó ayer que “hay que naturalizar los insultos”, mayormente, creo yo, porque evitarlos a él le cuesta un esfuerzo casi sobrenatural y desearía darle rienda suelta a su verborrea inelegante, montaraz, faltona, agreste y ordinaria. Por soltarse de manos y encontrar una excusa cuando la fetidez le supura, vaya.
Tiempo atrás abogó por politizar el dolor, por emplear la mentira para lograr los fines deseados, por desempolvar las guillotinas, por legitimar el escrache y la violencia, por armar al pueblo y liberar la tenencia y uso de armas, por liberar a los condenados por terrorismo, por exterminar a los parásitos de Vox y ahora -será que se está civilizando- pide naturalizar el exabrupto como código de conducta y escupir en el ojo al primer periodista que se le cruza por la biografía.
No sé qué delitos de odio pretende el señorito Marlaska incluir en el Código Penal en el futuro, pero podría empezar por detener y llevarse a un calabozo para interrogar por sus baladronadas al vicepresidente de la pandemia que se hizo cargo del mayor número de muertos de nuestra democracia…, con permiso de Illa y de Simón, claro.
Pero su fraseología es también vana impostura de farsante, porque ayer dijo esa boutade y unos meses antes llevó a los tribunales a una revista que publicó un chascarrillo en verso sobre su ministra de andar entre pañales e igualdades.
El caso es que a la mandíbula de cristal del que no aguanta una cuartilla de Bukowski o una página del diccionario de Cela, Igeishas suma un escaso talento para el improperio, el ataque o el zarpazo retórico (más limitado de lo que él supone de sí mismo), porque, cuando le asoma el colmillo de transformarse en hombre-lobo, entonces el macho alfa sólo ve cal viva y luego se la envaina para pactar su nómina en el BOE o para construir una pamplina, un esperpento o una burrada tabernícola (o sea, de taberna)…, como cuando escribió que azotaría a una periodista hasta que sangrase, bobada machirula y verbenera de manada adolescente repleta de calimocho a altas horas de la madrugada cuando todos vuelven de las fiestas patronales sin haberse comido un rosco. Dina Bouselham lo guardaba en su tarjeta de in memoriam de guasap.
Pablo Igeishas, tan pagado de sí mismo que usará un kimono bordado con pavos reales para levantarse de la cama e ir al baño, encuentra un raro placer y un goce irremediable en que salgan a flotar sus presuntos escarceos con muchachas de pies vendados de la mesnada, a las que luego arroja fuera de la tienda de campaña y les lanza el rencor de una moneda o un cargo de Ministerio en la almohada.
El marqués del FRAP es un prototipo de manual de Don Juan vallecano, ególatra, abusón, taimado y más bien masturbatorio, como un Harvey Weinstein encargado de hacer los casting en ese poscomunismo de plataforma Netflix o HBO.
Este Beria de barriada, Iván el Terrible de la urbe y de la ubre, garañón de las nenas bolivarianas de la clase media y de la Facu, aspira a una guerra incivil ya prescrita para escribir un final inexistente e inscribir su nombre en los obeliscos masones que levante Roures en las glorietas y en las alamedas.
Dicho de otro modo, con tanto fraseo de rapero de tercera -siempre de clase mucho más baja que la nuestra- a Pablo Igeishas no le sale un discurso que no lleve un rabo de comadreja colgado a la espalda y que no suene a pura farsa.
El subcomandante necesita con urgencia alguien que le escriba… los discursos. Por evitar tanta sonsera.
PS: Y C’s…, ora pro vobis.
He dicho.
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