Está visto y comprobado que esta gente se mueve entre tapias y barrancos; entre insultos e indultos; entre abusos e invenciones; entre fosas comunes de la memoria y golpistas actuales; entre profecías a 2050 y “take the money and run”…
“Un asesor debe tirarse por un barranco”, dice Iván Redondo, porque confía en que su apellido, tal vez, le hará rodar por la cuesta abajo, y en eso creo que estamos de acuerdo casi todos, porque nos harían un favor inmenso. Aún mejor si en su caída libre arrastra tras de sí a su asesorado.
El problema no es si el susodicho se tira o no, sino que en su arrastre nos lleva como país atados al cordel y a los arneses del primero de la fila y los crampones ya no aguantan y están a punto de arrojarnos al vacío del desfiladero.
Ningún inconveniente veo y nada reprochable encuentro en que el asesor se lance a ese barranco, que cada cual se estampa contra el suelo como más le guste, pero otra cosa es conducir a 200 kms por hora en dirección contraria, con el autobús lleno de pasajeros inocentes, que además se lleva por delante a quienes vienen de frente y por derecho. Eso ya no es elección, sino dolo y negligencia irresponsable.
Haría bien este mendaz, que significa mentiroso, en alertarnos al menos de dónde guarda el botiquín de primero auxilios, por si se despeñan juntos en algún momento y nos lanzan también a los demás hasta el fondo del precipicio, no sea que ellos lleven asida a la espalda una mochila con parapente y suelten lastre en el último segundo para aterrizar en algún paraíso fiscal, como esos coroneles africanos y caribeños que en la noche de autos, cuando ven todo perdido, toman un vuelo nocturno y a escondidas con la bodega de la aeronave preñada de billetes de banco y de tesoros para ponerse a salvo con los suyos.
En “El manual del dictador”, de los profesores neoyorquinos Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith, se revela que en las capitales de todas las satrapías, el recorrido desde el palacio de Gobierno hasta el aeropuerto suele ser más corto y menos intrincado que en las democracias, lo cual ponen en relación con la posibilidad de practicar una fuga repentina en caso de urgente necesidad, así que no estaría de más realizar las mediciones oportunas para comprobar la disponibilidad de vías desde el búnker de la Moncloa hasta la base de Torrejón de Ardoz o el aeródromo de Matacán, en Salamanca, por si acaso.
El día que eso ocurra, en las despensas de la Moncloa quizás encontrarán un estipendio de jamones de pata negra almacenados como los armarios de Imelda Marcos repletos de zapatos de mil colores y diseños, que contrastarán muy mucho con las proclamas de consumir menos carne que Iván Redondo incluía en los discursos del jefe para cumplir con los mandatos del Foro de Davos y con la agenda del pin 2030.
Si yo fuera Iván Redondo, no obstante, no le guardaría mucha fe al propósito del jefe de incluirle en el pasaje, no sea que a última hora cierre la puerta por dentro y despegue como en Saigón, con destino incierto pero dejándole en tierra, a merced de la furia plebeya de unos súbditos que no pudieron despedirse ni enterrar a sus abuelos y que perdieron todos sus ahorros y sus negocios porque hubo un 8-M que se les iba la vida en ello.
Arrojarse por un barranco no es una opción, sino otro engaño, porque lo que revela no es una lealtad o una confianza ciega en las decisiones que se adoptan, sino un empeño enloquecido en aferrarse con contumacia suicida a los imposibles, como hacen los fanáticos y los iluminados salvapatrias.
Iván, por tu madre, ¡tírate!
He dicho.