En Estados Unidos no se podrá ver la última película rodada por uno de los últimos genios del cine, Woody Allen. En muchos países del orbe, sus habitantes no podrán disfrutar de esa maravilla que es “Día de lluvia en Nueva York”.
En España, y gracias a que se compraron los derechos de exhibición por una distribuidora española, se ha podido estrenar tras más de un año de secuestro por parte de la Compañía Amazon, que rescindió un contrato de cuatro años que tenía firmado con Woody.
El, quizá, último director clásico que le queda a Hollywood, se ha visto arrinconado, marginado, acosado y vilipendiado desde todos los ángulos de la vida social, cinematográfica, y por supuesto, los medios de comunicación estadounidenses y mundiales por, tan solo, la acusación, nunca probada, de su hijastra adoptiva Dylan, por unos supuestos abusos hace más de veinticinco años.
El caso podría ser resumido de la siguiente manera: Dylan había sido adoptada por la en aquellos tiempos pareja de Allen, Mia Farrow, en un anterior matrimonio con el músico André Previn. También Soon-Yi, con la que Woody inició una relación en 1992 (y con la que finalmente, y tras cinco años de noviazgo, se casó y aún sigue casado, habiendo tenido varios hijos juntos), ante, lógicamente, los celos, el despecho y la ira de Farrow. Casualmente es en ese mismo año 92 cuando Dylan Farrow (que tenía entonces siete años), y que era, recordemos, hija adoptiva de Mia Farrow, al igual que Soon-Yi, no así de Woody, acusa a Allen de haberle realizado ciertos tocamientos sexuales. Pues bien, dos investigadores independientes examinaron a la niña y concluyeron que no había indicio alguno de que se hubiera abusado de ella. Es más: sus informes concluían que, o bien la niña se lo había inventado, o bien que había sido manipulada por su madre o bien una mezcla de ambas cosas. Todo induce a pensar por tanto que esas acusaciones tuvieron bastante que ver con el odio, los celos ciegos y la personalidad desequilibrada de la que siempre ha hecho gala Mia Farrow.
De nada sirvió que dos tribunales diferentes lo declararan inocente. Al agitarse el caso del productor Harvey Weinstein y coger fuerza ese horrible y alienante movimiento llamado “MeToo”, muchos actores y actrices que deberían estarle eternamente agradecidos se revolvieron contra Allen y pasó a ser un apestado.
De hecho, la película que acaba de ser estrenada en España, una delicia de frescura, elegancia, buen gusto y optimismo, se puede llegar a ver con cierta amargura si se para uno a pensar que varios actores de la misma (en concreto Selena Gómez, Rebecca Hall, o el protagonista masculino Timothée Chalamet), a los que Allen ha regalado quizá unos de los mejores papeles que podrán nunca representar en la pantalla, renegaron de él (seguramente aconsejados por sus managers porque les daba “buena prensa”) tras finalizar el rodaje de la película y donaron sus honorarios al políticamente correcto movimiento inquisitorial. Tan jóvenes y ya tan hipócritas.
Seguramente muchas de las activistas promotoras de esa inquisición posmoderna dispuesta a quemar en la hoguera a todo macho vivo ante la más mínima insinuación, intento trivial de ligue o sonrisa inoportuna, no tengan sentido del humor, carezcan de ironía, desconozcan a Irving Berlin, Cole Porter, Erroll Garner o Bing Crosby. Con bastante probabilidad crean que Ortega y Gasset, al que nombra el jovencísimo protagonista neoyorkino de la película de Allen, es un torero o algo parecido. Quizá muchas de ellas formen parte de ese rebaño bovino en que, cada vez más e irremisiblemente, se está transformando toda la sociedad. Y que ya no tengan salvación.
Pero, quizá, y digo solo quizá, en alguna de esas activistas quede algo de inteligencia arrinconada en su cerebro y oculta tras tanta demagogia y adoctrinamiento mediático sobre lo que se debe o no se debe, en ningún caso, pensar. Queda la levísima esperanza de que si, por error, una de estas personas aun rescatables de la masa no pensante, llegara a poder ver tan sólo algunas escenas de esta o de cualquiera de las muchas otras maravillas filmadas por Woody Allen, pudiera considerar la posibilidad de que quizá, tal vez, no debería privarse al mundo de poder solazarse en la obra de un creador que, con casi ochenta y cuatro años y más de cincuenta películas, la mayor parte obras maestras o, en todo caso muy superiores a la media, a sus espaldas, aún tiene la frescura y las ganas de contar cosas de un adolescente.
Hace poco leí un comentario escrito por ese otro personaje políticamente incorrecto, este patrio, el gran José Luis Garci, que le había solicitado el periódico ABC a propósito del último estreno de Allen, y venía a decir que Woody Allen es el Balzac de nuestro tiempo. “De la misma manera que Balzac no sabía que, con «Scènes de la vie privée», iniciaba su grandiosa hazaña, tampoco Allen supo que con «Annie Hall» daba comienzo una Enciclopedia de nuestro tiempo”.
Mucho me temo que esa Enciclopedia tenga que hablar del declive y desaparición de una sociedad que era libre, culta y desprejuiciada y que se ha convertido en una dictadura de los medios dirigidos por una progresía, que no es más que una inquisición disfrazada de modernidad, que nos dicta lo que podemos y no podemos pensar y condena al ostracismo a los que no entran por el carril por ellos dibujado.
Acudir a una sala de cine a ver la película de Woody Allen es, hoy, un acto supremo de rebeldía.
Las cookies necesarias son absolutamente imprescindibles para que el sitio web funcione correctamente. Esta categoría sólo incluye cookies que garantizan las funcionalidades básicas y las características de seguridad del sitio web. Estas cookies no almacenan ninguna información personal.