Un “¡Buenos días!”, sí, en perfecto castellano, y con su signo de exclamación correctamente puesto, al principio y al final. En el toldo de un bar-cafetería de pueblo; acompañado además de otra frase, parafraseando, con todo respeto, el Padrenuestro, y en la lengua de Cervantes también.
Esto no es ironía ni burla, sino alegría sincera, un soplo de aire fresco en esta opresión que nos hiere a cada momento; opresión que ha sido descrita en numerosas ocasiones (se narra en los primeros capítulos de la biografía de Mme Curie escrita por su hija; en el cuento “La última clase de francés” de A. Daudet ahora redescubierto en las redes, y generalmente mal interpretado. Estos y muchos más relatos intentan expresar el singular dolor que se siente al perder la propia lengua), pero sentimos que ningún caso parece tan sangrante como el nuestro actual, fruto exclusivo de la pedantería… en fin, apartemos de momento las causas y razones.
¡Un “¡Buenos días!” ¡Así en plural, días, que es lo suyo, y con su exclamación delantera también! Hay que disfrutarlo, saborear este tipo de letreros cuando los vemos, que es rara vez.
Para deprimirse, los que gustamos de las lenguas y sobre todo de la española, ya tenemos todo el día. Jóvenes y no jóvenes adoptan ya, con terrible espontaneidad, expresiones nacidas del traductor automático y literal del inglés. Continuamente leemos cosas como “No puedo esperar a que me den las vacaciones”. ¿Cómo “no puedo esperar”? Ah, claro, la influencia del traductor automático de “I can’t wait…”. Pero en español, la expresión de siempre es “Estoy deseando” –“Estoy deseando que acabe el curso, estoy deseando que vengas, estoy deseando ver a los niños”. Malo es aceptar la traducción literal de una expresión inglesa sin detenerse un instante a comprobar si resulta acertada; pero muchísimo peor, y verdaderamente deprimente, es que a los jóvenes les “salga” ya espontáneamente ese giro, no al traducir, sino al hablar ellos mismos.
Es lo que ha sucedido cuando oímos el “aplicar para un puesto” en vez de “solicitar, mandar la solicitud”. Cuando oímos lo de “condición médica”, en vez de “afección” (“Fulanito tiene una afección al corazón” es lo castellano; las “condiciones” son otra cosa).
Se elogia la “estatura moral de alguien”, ¿cómo estatura? La altura moral se dice. “Estatura” en español se refiere sólo a lo físico; altura sí vale para lo físico y lo figurado.
La servil traducción automática del inglés “honestly” hace que ya a muchos jóvenes les salga decir “Honestamente, no estoy de acuerdo”. Querrán decir “Francamente”, o “Sinceramente”, o “La verdad, no estoy de acuerdo”. Tal vez a los románticos nos podría sonar grato el oír la palabra honestidad, tan en desuso (¿puede darse que hasta ahora nunca la hayamos oído pronunciada, sólo escrita?), pero no al precio de que se emplee para significar otra cosa mucho más banal, como es el caso.
Y se ha generalizado el barbarismo de hablar de “conexiones” en vez de “relaciones”. Y seguimos sufriendo con el continuo “inusual” en vez de “infrecuente”…
Pero acaso lo peor –y fruto también de esta traducción automática aceptada a ciegas y que luego aflora aun cuando no estemos traduciendo, sino hablando o escribiendo sin más-, acaso lo más destructor y humillante sea el tuteo institucional ya desde las instancias más inesperadas. En un billete de tren, al imprimirlo, leemos “Procura llegar temprano”. La sensación de degradación, de ser niños reñidos por una institutriz… que eso haya llegado al ámbito de los trenes, el que nos evocaba una cierta solemne austeridad, un lugar “oficial” donde los haya, con sus “Llegadas” y “Salidas”… eso hiere la leve sensación de libertad, anonimato y aventura que todavía, pese a tantos cambios y controles, podía darse en esos maravillosos recintos, gloria del siglo XIX, que se llamaban “estaciones de tren”.
¡Con lo fácil, elegante y preciso que hubiera sido el poner “Les rogamos puntualidad”!
Somos seres sociales. Nos agrada a lo mejor el formar parte de los oyentes de una emisora, o de los admiradores de un escritor que firma libros, o de los seguidores de un deportista o músico o… cualquier cosa que nos haga sentirnos espiritualmente acompañados. Un “Bienvenidos”, pues nos da la bienvenida a todos. Cuando eso es sustituye por este tuteo en singular que es ahora la consigna (“Ven a mi stand y te firmaré el libro”, se lee en las redes sociales de un novelista; “Voy a contarte lo que ha pasado hoy”, dice una locutora de radio), la sensación que produce es de alejamiento, en vez de cercanía. Ya no forma una parte de un simpático grupo afín. Es un aislacionismo impuesto. Es la oficialización de la mentira: la emisora no está hablando sólo para mí, y el novelista se disgustaría si yo fuera su única lectora. Luego el singular transmite una sensación rara, artificial, empobrecedora. Puestos a tutear, al menos ¡hacedlo con buena gramática: decid “vosotros”!
Y si llegamos a una localidad un grupo de personas, ¿a quién se dirige ese “bienvenido” en singular, que por ende excluye a las mujeres? Y aunque viajáramos en soledad, pues al llegar nos unimos en espíritu a los que nos precedieron. El singular es excluyente. Aleja. (“Nos encanta que hayas venido”, chirría una pantalla de las “Setas”. No cabe más impersonalidad, más consigna vacía, más mentira…)
Hasta se dan casos de un sacerdote en una homilía diciendo “Te voy a explicar…” “¿Has pensado en…?”. Pero, ¿a quién le habla? Si ahí estamos un grupo de personas.
Es la dictadura de la ñoñería.
Hemos perdido el nosotros y el vosotros.
Acabamos padeciendo demasiado. Más vale hacer oídos sordos al “te cuento” “te digo”, y observar las calles por si, entre los toldos y letreros, volvemos a experimentar una alegría.
“¡Buenos días!”
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