Hablábamos de lo intolerable que resulta el entrometerse en la libertad y bienestar de los ciudadanos particulares, con la excusa del “ahorro energético”, mientras que a la vez, las Administraciones derrochan de manera faraónica, a lo pródigo, desperdiciando toneladas de esa energía cuyo uso lógico nos niegan. Son abusos inaceptables, no ya por llamarnos “una democracia” sino que lo serían, por pura logística y economía, hasta en el más autocrático de los imperios.
Pero hé aquí lo más asombroso: la población en general no protesta. Los que crecimos en el centro de una ciudad, acostumbrados a tropezarnos con una manifestación u otra de protesta por los motivos más fútiles (“Es que el funcionariado del sector tal del nivel cual cobra el 3% menos que sus homólogos del País Vasco, horror, agravio comparativo, hay que cortar calles” “Es que para cobrar el suplemento o el complemento de tal hay que trabajar dos meses más que antes, horror, huelga, huelga”…), nos quedamos desconcertados de ver cómo ante medidas de crueldad nabucodonosoriana, de ruina, pérdida de libertades y hasta de confort corpóreo, limitaciones inauditas, la población en general se acomoda, en muchos casos hasta con satisfacción.
¿”Satisfacción”? ¿No es esa una palabra extraña? ¿Hasta ese punto llega la aceptación de tantas coerciones, como si fuera un caso de masoquismo?
Hace unos años, el nivel de bienestar y de exigencia de bienestar, y la vigencia de una especie de derecho al bienestar máximo era tal que se justificaban huelgas y manifestaciones a la menor amenaza de “pérdida de mi poder adquisitivo”. Ahora, pérdidas real y verdaderamente brutales en cuanto a calidad elemental de vida, escasez, calor y frío como nunca, intromisión gubernamental en reuniones familiares, todo esto ocasiona algún articulito crítico como este mismo, pero no se percibe descontento de masas, sino a veces más bien casi lo contrario. Decíamos, ¿es masoquismo? No puede ser. Las personas en general no son masoquistas. Pero resulta inherente al ser humano el soportar bien las privaciones siempre que esté convencido de que todo es por un bien noble.
Por religión, por patriotismo, la Humanidad ha padecido sufrimientos enormes sin pestañear. Lo soldados luchan aun en medio de privaciones si están convencidos de que su causa es buena.
Después de años y años de falta de ideales, de cinismo y rechazo de todo lo anterior (“¡Religión!¡Patriotismo!¡Guerras!, huy qué idiotas, qué fanáticos”), el hambre de ciertas cosas llevó a que cayeran en tierra propicia una serie de preceptos nuevos para los que habían crecido sin ninguno.
“Apaga el aire acondicionado por el bien del planeta”. Por supuesto, científicamente esto es un disparate monumental (aparte de que, ¿el planeta es acaso un dios al que adorar, y hay que estar a su servicio, en vez de al revés?). Pero esto se ha impuesto como un dogma.
Casi agotado ya el tema de “la felicidad”, y los libros, talleres y gurús de “Cómo ser feliz, feliz, feliz”, alguna lumbrera, entre el psicólogo y el couch, ha hecho el brillante descubrimiento de que “cumplir con lo que uno considera su deber” proporciona una satisfacción que parece más sólida que todo lo “descubierto” hasta ahora (sí, todas las teorías de que “reírse mucho es sanísimo” “tener muchos amigos aumenta el nivel de tal o cual proteína que descarga no se qué que aumenta la felicidad” estaban ya un poco cansinas). ¡Asómbrense!, ahora descubren que lo sano y bueno es la sensación de “cumplir con su deber”. (Pero eso sí, lo han descubierto ellos, los super psicólogos del siglo XXI; los que de la cultura occidental, de los devocionarios antiguos, nada aceptan).
Obviamente, tienen “razón”, claro que es así. De bienestar, bienestar, bienestar no se llena el alma. El ser humano necesita normas y preceptos morales como el comer. Si rechaza unos, absorbe otros.
Después de unos años de vacío, las normas pandémicas fueron recibidas por los corazones yermos como agua de mayo. “No te quitarás la mascarilla- no abrazarás, no besarás- no saldrás a la calle”. Eran las verdaderas normas, las de cumplir a rajatabla.
Las anteriores estaban ya medio muertas. Robar, mentir, son delitos difusos. Nada es rotundamente bueno ni malo, a los niños no se les exige nada concreto, al adolescente gamberro se le pone un psicólogo… No hay buenos ni malos, se nos repetía mil veces… Y eso acaba estallando. Nos guste o no, el ser humano necesita normas, preceptos, y que le digan sin matiz alguno “Esto es bueno y esto es malo”. Y cumplirlos. Y eso le da una satisfacción profunda frente a la cual palidecen los placeres corpóreos.
Se le llamaba tener la conciencia limpia. Era una sensación que se había perdido.
Ahora se ha recuperado. El “placer” de cumplir preceptos morales se reinició con la pandemia. Los mismos que antaño presumían de viajazo a remotas islas idílicas, pues en 2020 colgaban, en las mismas redes, mensajes de autosuficiencia moral diciendo: “Yo me quedo en casa”. Si antaño se presumía de frivolidad, el nuevo glamour era cumplir las normas, erigirse en más moral que nadie.
Pasada ya la pandemia, el terreno sigue abonado. Uno no enciende el aire acondicionado, se asfixia de calor, y suda y está pegajoso (algo que repugnaba especialmente al español y al andaluz)… pero, convencido de que así “salva el planeta”, lo hace con gusto.
Pregunto: ¿a cuántos les ha ocurrido el reunirse con un amigo en un salón, por ejemplo, y el amigo decir: “Oye, no ponemos el aire, ¿no? Hay que salvar el planeta”; y uno responder: “Bueno, yo prefiero ponerlo. Tengo calor”?
Y también se le podía responder: “Yo no te obligo a rezar el rosario, ¿no? Pues no me impongas a mí tus dogmas”.
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