El simpático y temperamental escritor italiano Giovanni Guareschi (conocido especialmente por su personaje el cura Don Camilo) falleció en 1968 y pertenece decididamente a otro siglo, otra era. No parece tener mucho que decir en la era de la globalización, en pleno 2023.
Y sin embargo, contiene párrafos sensacionales, precisamente en sus libros menos pretenciosos. Por ejemplo, en el último que escribió, ese mismo año 1968, con anécdotas familiares (“Vida en familia”), comenta las curiosas incomodidades de su tiempo. Quince años antes, nos cuenta, la vida era muy simple. Para comprar el pan, sólo tenía que salir de casa y caminar unos metros. En la prosperidad de los sesenta, todo era distinto. Debía caminar mucho más para llegar hasta el garaje, coger el coche, comprar el pan (la panadería no se había movido de sitio), volver al garaje y de nuevo andando a casa.
¿Suena esto a anécdota inventada? Guareschi nos convence de que era cierta; que así puesto sobre el papel puede sonar a falso de puro absurdo, pero que en la vida real esto se hacía. Se tenía COCHE al fin – el símbolo del progreso, del estatus, de la libertad, de todo. Se tenía COCHE. Había que usarlo.
En nuestra vida urbana de calles peatonales, ya no aplica este caso, pero ¡cuántos absurdos que en esencia son lo mismo! Tenemos tarjeta bancaria, tenemos teléfono móvil, ¡hay que usarlo! Da igual que la operación sea muchísimo más compleja y trabajosa que empleando otros medios… ¡hay que usar el móvil, el código QR, la tarjeta de crédito!
En los colegios no se dice: “Para mañana, hay que traer hechas estas divisiones, las pongo en la pizarra, copiad con atención” (lo que implica ya algo educativo, el copiarlo bien, la responsabilidad de no perder el papel…). Se les remite a unos códigos y claves para que en sus casas, con sus ordenadores o móviles, descargándose las aplicaciones, plataformas, “classrooms”, utilizando claves (con el ingente gasto de energía, electricidad, complejidad, tiempo… previsibles dificultades, generando molestias, implicando a otros, saltándoles mil distracciones virtuales) acaben obteniendo esas mismas cuentas que podían haber copiado en menos de un minuto, y ejercitando atención y aplicación. Eso es el siglo XXI.
En la neverita de un hotel, antes había un cartelito que indicaba “Agua 2 euros, Coca-cola 3”. Ahora el cartelito lo que tiene es el desagradable garabato conocido como QR: es decir, le dice al cliente que con el dispositivo móvil que el cliente está obligado a poseer y costear, realice operaciones de demostrada peligrosidad conectándose a todo el planeta virtual poblado de malhechores y estafadores, con el fin de que, en la pantalla de dicho dispositivo móvil del cliente, aparezcan finalmente esas mismas lacónicas palabras “Agua 2 euros…”.
Quien se hubiera reído de la ingenuidad de Guareschi, sacando orgulloso su cochecito para ir a comprar el pan (aunque le llevara más tiempo y andar más), habrá podido comprobar que su inocente absurdo se queda chico. Que lo nuestro es estratosféricamente peor. Que matamos moscas no a cañonazos, sino con la bomba atómica.
En la esquina de la calle Tetuán con Rioja hay un puesto de castañas. Allí unos papás con niño preguntaban a la castañera: “¿Se puede pagar con tarjeta?”. Respuesta: no. Pero si quieren, hagan un bizum.
De manera que hoy se sale de paseo, y por ende con un niño, sin llevar tres euros en el bolsillo. Cualquier ciudadano del mundo antiguo, cualquier ninivita o alejandrino lamentaría nuestro primitivismo. El dinero es de los inventos que posibilitaron la civilización. La economía de intercambio suena muy bien, pero, ¿cuántas veces da la casualidad de que el conejo recién capturado lo quiera otro, que a cambio nos dé una túnica nueva, y que las dos partes estén de acuerdo en que valen lo mismo? El dinero equilibra, flexibiliza, permite el intercambio justo…
Hoy en día, faltos de dinero, se requiere algo aún más complicado que los intercambios previos a tan ancestral invento. Las personas están obligadas a poseer dispositivos complicadísimos, en todo dependientes de la electricidad, cediendo su intimidad, admitiendo estar controladas en todo momento. Y para vender unas castañas se ven obligadas a cederle al cliente la totalidad de sus datos, su vida pública y privada (no otra cosa es un número de teléfono), para que la banca, el Estado, el mundo entero controle y fiscalice esa venta. Obviando ya los elementos políticos y fiscales, pensemos simplemente en la complicación requerida para estas transacción de tres euros. ¿Cuántas personas han tenido que trabajar en ella, desde los que configuran los programas, hasta los que fabrican cada pieza de los dispositivos… y la red, la nube, todos esos elementos casi esotéricos que nos dominan…?
Todo por no llevar tres euros en el bolsillo.
Y en el caso de los letreros donde antes se indicaban los precios (o, en el ámbito cultural, donde antes se decía por ejemplo al pie de un cuadro “Valdés Leal, siglo XVII”), que ahora, para informar de eso mismo, lo sustituyan por un QR para obligar a la persona a realizar gestiones penosas, incómodas y arriesgadas, es decir, exigiéndole un peaje desagradable para lo que no es ni una transacción comercial, sino una información básica… en fin, esto podía llamarse maltrato psicológico.
¿Tiene sentido hablar de todo esto, tal como está hoy España? Pues acaso no es tan descaminado. Cuando se pierde el norte, cuando en aras de eslóganes estúpidos (“el progreso) perdemos ya la razón… pues se pierde en todos los sentidos.