Pensábamos que tendría un fin, que alguien se rebelaría, que se pondría un coto a esta tendencia a multiplicar trámites en todas partes… pero no es así. Lo que parecía haber llegado al colmo, pues lo vemos multiplicado y una y otra vez; aun asfixiados, seguimos aumentando nuestras trabas.
Para evitar esto y lo otro, se exige un permiso, un certificado, una autorización. Para cubrirnos las espaldas, exigimos que el cliente, el paciente, el viajero, firme mil y un papeles asegurando que conoce el riesgo al que se expone, y que no pedirá indemnización.
Fijémonos bien: todo se hace “para evitar denuncias, para evitar estafas”. Un puro considerarnos a todos delincuentes natos, un mundo donde la confianza no existe, y creemos que podemos suplir, la ausencia tanto de moral como de confianza, a base de certificados y firmas y autorizaciones y códigos de seguridad uno detrás de otro. Una y otra vez se hace patente, por más que no nos agrade decirlo pues puede sonar ñoño, como si estuviéramos dando un sermón… pero es una verdad ya innegable, que un código moral vigente que valore la honradez es lo único que “funciona”. Cuando en una sociedad, a nadie que se sienta parte de ella (luego estarán los ladrones, claro, como partes marginales y no integradas en la sociedad sino atentando contra ella), pero a nadie “normal” se le pasa por la cabeza la idea de coger esa pertenencia no suya, porque se rebajaría a sí mismo, sería algo indigno, se sentiría mal… esa la mejor garantía de poder vivir en paz. Cuando eso falla, por más que instalemos alarmas, pitidos y códigos de “seguridad”, todo será inútil.
Pero hablábamos de las firmas. Que para cualquier cosa, un rato en el dentista, una operación bancaria, había que firmar papeles “autorizando”, declarando que conocemos el riesgo; no sea que luego demandemos a unos y otros por si, a causa del implante dental o de la inversión, perdemos dinero o salud. El requisito pasó a ser rutinario, de modo que el banco o el médico extendía los densos papeles, señalando el lugar donde “debe firmar”, excluyendo la idea de que el cliente o paciente lea nada de lo que firma (si alguno lo sugiere tímidamente, resulta mal visto).
Lo curioso es que esto no exime de demandas y enredos. Ya hemos visto cómo muchos bancos se han visto obligados a indemnizar a clientes, porque en subsiguientes demandas se ha juzgado que “firmaban sin saber lo que hacían”. Presumiblemente, lo mismo podrá suceder en el caso de autorizaciones médicas: si uno se empeña, probablemente se podrá demostrar que no llegaron a leer el papel que firmaron “autorizando”, y se sucederán demandas, líos, pleitos…
Una está del lado de los firmantes inocentes, claro. Pero esto es para decir: ¿para qué tantos trámites desagradables, deshumanizantes, si al momento se convierten en rutina vacía y no ahorran ningún disgusto?
Pero hablaba de papeles. Y es que ya no son papeles. En la actualidad, cuando el paciente o el cliente se ve obligado a firmar “una autorización”, ya ni le presentan los papeles, llenos de densa letra pequeña, en los que al menos, para el habituado a leer con rapidez, un vistazo veloz podía dar, aunque estuviera “mal visto”, a los párrafos que firmaba. No; ya no tiene esa posibilidad: le presentan un pequeño dispositivo electrónico, en el que sólo lee el título del documento en cuestión, y, directamente, sin acceso ni un instante al contenido, aparece una ventanita donde debe firmar. Es ya el colmo del cinismo, del absurdo, de lo grotesco.
-¿Puedo echar un vistazo al documento?- una osa humildemente preguntar.
-Bueno; si quiere se lo damos luego en papel.
Así pues, se firma primero, no ya “sin saber lo que se firma” en el sentido genérico de que una persona media no se detiene en los detalles económicos o médicos ni los entiende; no, sino en el sentido literal de que ha firmado en un dispositivo sin haber dado ni un golpe de vista al documento en cuestión, sin saber si constaba de un párrafo o de diez páginas. Y luego, a continuación, tras muchas esperas, e impresoras que no funcionan, y miraditas de reproche, y empleados repitiendo “es que esa señora lo quiere en papel”, como la que tiene un gran capricho, entonces, en el mejor de los casos se reciben varios folios densamente rellenos de espantos y horrores…
Seguramente, el que en un futuro “quiera demandar”, alegando esto mismo recién expuesto, podrá hacerlo exitosamente, y probablemente se ha hecho ya. A lo que voy es: ¿para qué entonces tantos trámites?
Cuando las revisiones (de seguridad de los edificios, ascensores, negocios…) proliferan más y más, y se multiplica su coste y molestia, ya su rutinización e inutilidad quedan aseguradas. Por eso es tan frecuente, a cada accidente de ascensor o de cualquier otra maquinaria, el oír: “Pues acababa de pasar la revisión”. Y la solución NO es, si la revisión era mensual, el hacerla obligatoria cada quince días. Es lo contrario. Olvidarse del maremágnum de trámites obligatorios y molestos que deshumanizan, disuelven la responsabilidad, y en último término, no impiden que, inevitablemente, algo falle alguna vez. Es más: diríase que lo propician. Cuando ya lo que cuenta no es el pundonor profesional de hacer las cosas bien, sino el estar continuamente a la defensiva, y el Estado por su parte, atacando y amenazando con multas y más multas… el ciudadano vivirá cada vez peor.
En nombre de “la seguridad”, se nos priva del mínimo bienestar básico de cada día. El que incluía el dar los buenos días a un dentista sin pensar a cada momento en posibles pleitos, estafas, demandas… Sin que tengamos que instituirnos, antes ni de vernos la cara, en enemigos oficiales.
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