NO soy feminista. Yo no quiero ser más que ese señor que sale en el anuncio de un perfume, con ojos azules, tan azules como el mar donde baila su barcaza sin motor, con mini slip blanco ajustado a los muslos, contrastado con su piel aterciopelada y húmeda, tostada por el sol italiano, de deslumbrantes abdominales y pelo zahíno salteado por el agua…
No lo soy, no. Porque no quiero que retiren ese anuncio, ni ese ni ningún otro. ¿Eso es no ser feminista, no? ¿O es ser machista? ¿O femichista? ¿Feminazi? ¿Nazifista?
En mi casa, de infanta, escuchaba en cenas previas a guateque (antes de que nos enviaran a dormir) conversaciones sobre aquellas manifestaciones de los lejanos Estados Unidos de entonces, donde los hippies fumaban liado y se ponían flores en el pelo y se despojaban de los sostenes. Se manifestaban como les digo por la paz y la IGUALDAD. Nada se decía de la superioridad de unos sobre otros, nada de yo más que tú, no. Iguales. Eso era lo que se entendía como feminismo, para todos.
¡Ah! Pues entonces soy feminista, hippie y norteamericana, con mi melena rubia y mis flores, lista para ir a San Francisco… Eso es lo que debo ser.
Y ahora bien, llegados a este punto, señores, les pido perdón. He de reconocer que soy culpable. ¿Qué le voy a hacer? Me gusta vestirme con ropa que realza mis curvas y mis rectas, con juegos de colores que favorecen a mi cara y que hacen que mi aspecto sea muy agradable a la vista. A la mía y a la de los demás. Me gusta oler bien, tratarme bien, vestirme bien, sentirme muy bien, muy femenina. Me gusta ir más apretá que un paquete de azúcar cuando me apetece y más suelta que gabete cuando me da la gana.
Cuando era mocita, trabajé de azafata. Sí. No de Fórmula 1, no, que eso era sólo para las top, palabras mayores, pero sí conocí en falda de tubo y tacones de aguja a Bill Gates y a Stephen Hawkins. Y, lo crean o no, fue elección mía. Ambas cosas. Exactamente igual que es la de ponerme un trajegitana en la feria, que, ¡oiga!, como decía el otro, si no tiene una que hacer pipí porque no le cabe un hilo entre cadera y vestido, pues no se hace. Que el escote sea para cantarle “si la caná de tu pecho la sembraran de maíz” y que el estallido de la boca vaya a juego con el clavel de la cabeza.
Insisto, señores: lo siento. Soy culpable. Me gustan las tías buenas en casa, en la calle y en el mundo. Y tíos buenos, esos, más.
En nada de tiempo, al paso que vamos, ser atractiva va a ser una lacra. Y lo único que me demuestra a mí es que el hombre nos sigue superando, torpes de nosotras, y no conseguimos nunca aquella igualdad de la que hablaba. Porque, díganme por favor, ¿dónde está el colectivo de señores que protestan porque a los toreros se les obliga a ir con un traje tan incómodo, marcando el pilotaje y con dos números menos en los zapatos? ¿O a ese pobrecito cuerpo de bomberos, con ese mono tan mono, que les hace parecer tan varonil y eso es contra natura porque además salen a jugarse la vida por los demás? Ya lo dejo que me enciendo…
Bueno, pues como soy culpable, voy a pedir al cuerpo de Policía Nacional que patrulla por el centro de Sevilla que me arresten, pero antes voy un segundo al baño a retocarme el carmín.
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