Es posible la armonía

Una y otra vez nos encontramos, en arte y arquitectura, con el mismo fenómeno: confundir modernidad con pérdida del sentido de la armonía y la belleza. 

No es extraño que muchos sevillanos amantes de la armonía   (sevillanos y de todas partes, pero… ciertamente los sevillanos tienen mucho motivo para esta reacción) se admiren, se sorprendan a veces de hallar una edificación ultramoderna que les gusta. Con asombro exclaman: “Pero, ¡si me gusta!”. Están tan habituados a identificar modernidad con fealdad que se admiran de que a veces ese no sea el caso. De repente dan con un edificio moderno, en el sentido de que rompe reglas tradicionales de la arquitectura, pero el resultado es grato a la vista, insufla ligereza y armonía.

Claro que hay otra buena porción de sevillanos (de nuevo: sevillanos y de todas partes, pero… ¿tal vez aquí más?) que, anhelantes de modernidad y de estar a la última, inquebrantablemente se adhieren a todo cuanto se titule “moderno”, sin pensar ni por un instante en si es feo o hermoso, y casi prefiriendo lo primero, pues es lo que parece conferir la etiqueta de “moderno” a cualquier edificio, escultura o cartel.

Para unos y otros, no obstante, subyace, sean conscientes de ello o no, una ligazón, una identificación casi, entre fealdad y modernidad – algo terrible y doloroso, que tendría que avergonzar a cualquier civilización.

Un arquitecto moderno, si lo es, tendría que pensar: Con los materiales y las necesidades de nuestro tiempo, ¿cómo hago un edificio que sea funcional y además lo más hermoso posible? Una sala de espectáculos moderna, para miles de personas, no se puede hacer al estilo del encantador teatro Lope de Vega o de la entrañable La Fenice de Venecia; es evidente. Pero de ahí no se deduce, como muchos parecen hacer: “Esos lindos teatritos son el pasado. Para que se vea lo modernos que somos, diseñaremos algo que no se les parezca en nada, es decir, agresivos, hirientes a la vista”. Vienen a pensar que la armonía y la belleza son cosas obsoletas.

Y no es así. Acaso en países nuevos -Estados Unidos, Australia, no digamos las nuevas capitales asiáticas-, exentos de la tentación de “hacer todo lo contrario” de un bello edificio histórico ya que no lo tienen, pues sea más fácil encontrar armonía y belleza en sus necesariamente modernas construcciones. Allí, un arquitecto que planea un salón de actos para diez mil personas, pues… parece que se lanza con arrojo a dar lo mejor de sí, acorde con las posibilidades que hay, pero sin ir contra nada (sin el estribillo, que a tantos arquitectos de ciudades históricas europeas  parece obsesionarles tanto de “Huyamos de lo tradicional, no hagamos nada rancio, no hagamos nada típico como esto y como aquello”, que les lleva directos a la fealdad).

Pero en fin, dejemos el resto del mundo; afortunadamente también hay, sin salir de esta ciudad, ejemplos contemporáneos de armonía.

Se dirá que “lo hermoso” es subjetivo, personal, que depende del gusto de cada uno. Dicho así, es innegable. Pero si lo llevamos a rajatabla, entonces no existiría una Historia del Arte, habría que eliminar universidades enteras, y museos… De un modo u otro, una mayoría de personas han sentido la belleza de este monumento, de aquel cuadro. Alguien dijo que el único modo de diferenciar si un cuadro es una obra de arte o no es “si no te cansas de mirarlo”. No resulta una definición muy académica, pero puede valer. Finalmente, sólo lo que resiste el paso del tiempo es lo que acaba formando parte de la historia del arte, de la música, de la literatura…

¿Hiere la vista el puente del Alamillo, o el puente de la Expiración…? No parece que demasiado. Detractores o entusiastas aparte, creo que una inmensa mayoría de personas podría admitir que dichos puentes están bastante insertos en la armonía urbana; en el peor de los casos, “no molestan”, lo que ya es muchísimo.

“Romper reglas” de por sí no es un mérito, en ninguna de las artes, ni en literatura ni en música. El mérito, en todo caso, es: aun rompiendo ciertas reglas tradicionales que parecen asegurar el éxito, pues aun así el resultado es bueno. Y no siempre sucede así. Los manuales que estudiamos en Historia del Arte han podido alimentar este error, a fuerza de repetir, al encomiar a este o aquel artista, que “rompió reglas”. Se les olvidaba añadir lo obvio: que pese a ello consiguieron obras de extraordinaria belleza y armonía, abriendo nuevas puertas al arte. Pero miles de otros que se limitaron a “romper reglas” (en muchos casos por falta de habilidad) no produjeron nada de interés. 

“Romper reglas” es fácil. Basta con hacer cuatro pintadas y destrozos urbanos. Lo difícil es producir obras bellas y que no cansen la vista, y si es rompiendo reglas, pues habrán demostrado aún más habilidad. 

Saliendo de Sevilla tras pasar dicho puente de la Expiración, vemos a la derecha las paradas de los autobuses de los pueblos. Marquesinas de techos ondulantes y ligeros, ¡qué inesperado soplo de gracia y armonía! Aquí el “romper la regla” del techo liso resultó todo un acierto. Le da ligereza, movimiento, alegría al prosaico ratito de esperar el autobús; convierte el rato en más humano. Especialmente si consideramos que los que esperan le dan la espalda a la infausta nueva torre, pues convenimos en que tomar un autobús metropolitano no es una mala idea.

¡Qué diferente sensación, viniendo por la calle Laraña hacia el centro –omitamos de nuevo lo que a la espalda queda-, al toparnos con el edificio de la esquina de la calle Orfila, el que está encima de “Decatlón”! El azote de fealdad hiere el rostro, vaya, si es peor de lo normal, ¿qué le pasa a ese edificio? Porque una va por la avenida de la República Argentina, y, en su modesta fealdad, los bloques tampoco nos molestan ya tanto, ¿qué han hecho aquí para conseguir este bofetón estético? Ah, sí, los balcones torcidos. Pues vaya. Qué manera facilona de “romper reglas” por puro gusto; el efecto casi parece que les han salido torcidos sin querer, por pura torpeza. No se ve que “romper el canon” haya servido aquí de nada, o al menos para nada bueno. Dan ganas de aligerar el paso; su vista oprime, desagrada.

¿Subjetivo? Bueno- no menos que cualquier libro sobre cualquier tema artístico. No son realidades matemáticas. Pero realidades sí.  

El artista debe intentar producir algo bello. Si va con la obsesión de “que se note que soy moderno, mohénno, mohénno… ay no vayamo a paresé ransio”… es improbable que dé a luz una obra que perdure.




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