En una época obsesionada por la gastronomía y las dietas, y donde prevalece como eslogan habitual la bárbara, tremenda afirmación de “somos lo que comemos” (yo creí que éramos lo que pensábamos, lo que deseábamos, lo que sabíamos, lo que creíamos… que los ideales, las convicciones, los caprichos incluso eran lo que constituía nuestra identidad. Pero, como los animales que pretenden que seamos, ahora hay que convencerse de que lo único que nos condiciona es la comida. Así pues, no lean, no piensen, eso ¿qué más da? Conténtense con comer)… pues, puestos a ocuparse de tan primitivo asunto, curiosamente poco se oye decir de un tema notorio incluso para quien no se fija mucho en lo que come, a saber: el zumo de naranja en la hostelería.
Algo se menciona el zumo, desde el punto de vista del fanatismo por “la alimentación sana”, para denostarlo y decir que es mejor tomar la fruta entera. Pero los no obsesionados por “la comida sana” y que simplemente toman lo que les apetece, si alguno aprecia la refrescante bebida del jugo de naranja natural podía detenerse observar lo siguiente:
Las propiedades, el sabor, la consistencia, de un zumo de naranja desaparecen a los pocos instantes de haber sido cortado y exprimido el fruto. Por eso resulta algo imposible de comercializar sin procesarlo y añadirle diversos conservantes. Un “zumo” de botella o de tetrabrik, dulzón, tendrá un sabor que sólo remotamente recuerda a una naranja recién exprimida; pero así debe ser, pues no se ha inventado otro modo de conservarlo – el jugo hay que procesarlo y añadirle productos para que no se estropee. Si se pretende el sabor de un zumo recién exprimido, no queda otra sino tomar naranjas y exprimirlas, una a una, instantes antes de cada consumición. Cosa que en la hostelería resultaba particularmente engorroso y antiestético.
He aquí que se inventaron unas ingeniosas máquinas, cuyo mayor tamaño y alto precio (no parecen hallarse por menos de mil euros – compárese con la baratija que supone un exprimidor tradicional, aun eléctrico) quedaban compensados por la increíble facilidad, rapidez y elegancia con la que se disponía en un instante de zumos recién hechos sin ni mancharse los dedos. Un adelanto sensacional, inimaginable en otro tiempo, un gozo para los amantes de tal bebida, y para los establecimientos con la sana ambición de ser los mejores.
Y, ¿qué sucede en la práctica, al menos en España – que es precisamente donde más abundan esas máquinas?
Pues que a uno le sirven el zumo del jarrito – el que sobró de los anteriores exprimidos. Y a veces, hasta lo guardan en neveras, “se ha hecho esta mañana, pero es natural, natural”.
Es decir: se inventa un aparato para que el jugo sea instantáneo – un aparato de un alto coste y que ocupa mucho espacio. Y a continuación se desperdicia esa ventaja, y se sirve el zumo que lleva, en el mejor de los casos, media hora hecho (y que, como saben los que durante el siglo XX quisieron comercializar esta bebida, media hora basta para que pierda su sabor y hasta su salubridad; no hablemos de varias horas).
Para ese resultado, mejor hubiera sido el exprimidor tradicional; un empleado se dedica a exprimir, en los ratos muertos, se guarda en jarros y se sirve luego según demanda. Pero esto antes no se hacía (era obvio, todos sabían que era insalubre). En cambio, desde que se dispone del aparato sofisticado… pues sí se hace eso – se guarda avaramente todo resto para servirlo al siguiente consumidor, que no se sabe cuándo llegará.
Lejos de mí criticar a la hostelería, el mejor y más generoso gremio de España, el lugar donde se regala el agua, donde te prestan un bolígrafo o lo que haga falta, donde se entra a tutiplén en sus aseos, donde si se te derrama una bebida, te ofrecen otra gratis (cosas que aquí consideramos normales, pero… vayan a Europa y verán), y cargadores, y hasta el móvil del camarero… Lo más inimaginable del mundo sería acusarles de tacañería, y sin embargo esto del zumo, esto de servir bebidas insalubres con tal de no desperdiciar las gotitas que sobran entre uno y otro (el mismo bar que enseguida te ofrece otro café si simplemente dices que no te agrada el primero)… constituye un verdadero fenómeno.
Tacañería no puede ser (además al camarero, ¿qué más le da?). Entonces, ¿a qué se debe ese pacato rebañeo? Sólo se me ocurre una explicación:
La facilidad de poseer un aparato sofisticado ha hecho que se olvide que es una bebida efímera, que debe consumirse en el acto (cosa de la que antes, cuando sólo había exprimidores tradicionales, todos eran conscientes). Así pues, paradójicamente, cuando más facilidad material hay para conseguir un zumo recién hecho (casi todos los bares y cadenas disponen de ese aparato), más imposible resulta conseguirlo (al haberse convertido en bebida habitual, consideran normal guardarla un rato). Sigue siendo absurdo (¿por qué hasta el whisky se sirve con generosidad, y se repone si un cliente dice que se le ha derramado, y sin embargo el dedito de zumo que sobró en la jarra, eso hay que rentabilizarlo como sea…?), pero en fin…
Naturalmente, no podemos “protestar” contra eso, como si fuera un servicio público, y, ¡cuando tantas cosas claman al cielo! Y menos contra el gremio más maltratado, y asfixiado a impuestos y regulaciones e inspecciones. Y además quien desee un buen zumo, pues que se lo haga en su casa; nadie le obliga a pedirlo en un bar, no tiene sentido quejarse.
No es esto una protesta, sino una reflexión: el absurdo provocado por estos aparatos (la mayor facilidad material acaba, curiosamente, siendo dañina), ¿no será aplicable a otros campos?
¿A la educación? ¿Al mobiliario urbano? ¿A…?
Tal vez contamos con demasiados medios, y se nos olvida pensar.
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